11 de Septiembre de 2015.
Tan sólo me quedaban dos días para abandonar el país del sol
naciente. Es increíble lo rápido que pasa el tiempo, cuando uno está
disfrutando y haciendo lo que más le gusta. No quiero ni pensar lo que debe ser
poder estar constantemente dedicado a ello y sin tener que soportar uno de los
grandes enemigos del viajero como es el tiempo y el estar siempre limitado para
ver este u otro lugar. Mirándolo por el lado bueno, por lo menos, puedo ir
conociendo el mundo poco a poco, aunque sea de forma espaciada y año tras año,
algo de lo que me siento muy afortunado, aunque no sea de la forma que más me gustaría
o en las épocas más idóneas para conocer muchos lugares. Mientras tanto habrá
que conformarse con lo que se tiene.
Y dejando de irme por las ramas, ya comentaba en algún
lejano capítulo que para hacer planes milimétricos y que te cuadre todo a la perfección, Japón es el lugar idóneo. Teniendo esto en
cuenta, hoy era otro de esos días en que todo tenía que salir bordado para
cumplir con todos los planes previstos, así que a ellos que íbamos
levantándome, para variar, bien temprano y así poder tomar el shinkansen Hikari que partía a las 07.20 para mi primer
destino de hoy: el castillo de Himeji. Por supuesto, que el billete seguía
estando incluido en el Japan Rail Pass.
Sólo serían necesarios 44 minutos para plantarme en aquella
estación, una hora antes de la apertura al público de la fortaleza. El motivo
no era otro que intentar solucionar el tema del equipaje. Hoy era la primera
vez en todo el viaje que me encontraba con el pedazo maleta y otra bolsa y, en
principio no tenía ningún lugar para poder dejarlos, lo que suponía un gran
problema para poder realizar las visitas previstas.
El tema de la bolsa lo solucionaría casi en el acto y es que
cabía perfectamente en una de las cientos de taquillas que te encuentras en
cualquier estación. Me costaría 300 yenes. Sin embargo, el tema de la maleta ya
sabía yo que no iba a ser tan fácil, pues efectivamente no cabía en ningún
espacio habilitado para equipajes. Así que visto lo visto me fui a la puerta de
la oficina de turismo que estaba al lado y esperé a que llegara el primero de
sus empleados para pedirle ayuda. A las 08.30 aparecería una chica a la que
abordé y la conté el problema. Me pediría que esperase cinco minutos, pasados
los cuales llegaría una señora, con mucha menos cara de hacer amigos que la muchacha,
para comunicarme, cómo no, educadamente, que no se podían hacer cargo de ningún
equipaje. Le insistí hasta en tres ocasiones y en las tres obtendría siempre el
no como contestación, eso sí, con una sonrisa siempre en su boca. Pero a la
cuarta, por lo menos, conseguiría sacarla de sus casillas y ver una cara mustia
y desagradable que me decía, de nuevo, que no y me hacía una cruz con ambos
brazos, señal inequívoca de que se acabaron los buenos modos. Se dio la vuelta
y se metió en la oficina.
Con cara de tonto, me quedaría allí un rato, hasta que la
chica joven volvería a salir y me diría que lo intentara en las taquillas del
castillo, que había mucha gente que iba para allá con maletas, así que no me
quedaba otra por mucho incordio que supusiera. Era la primera vez que podía
vivir en mis carnes lo estricto en las normas japonesas y lo inflexibles que
son y no me gustó nada la experiencia.
Así que me dirigí a
coger uno de los mucho autobuses que te llevan en cinco minutos hasta la
entrada del recinto de la fortificación y como era de esperar la maleta no
entraba por el hueco existente entre la puerta y el conductor, teniendo la mala
suerte que no había puerta trasera. Intenté levantar yo sólo el equipaje, pero
pesaba demasiado, hasta que cuando al conductor ya se le empezaba a ver
agobiado por el tiempo que le estaba haciendo perder, un señor se levantó y me
ayudó a levantar la maleta y colocarla al final del autobús. Le hice no sé cuántas
reverencias y esperé a que llegáramos a nuestro cercano destino, donde me
volvería a ayudar, la misma persona, a bajarla del vehículo.
Después de la vergüenza y el espectáculo que había montado,
ya me quedaba menos para saber si me comería definitivamente o no, la puñetera
maleta.
Otra de las mejores cosas del país es que sus habitantes
tienen perfectamente claro que lo que no es de uno no se toca, por tanto son
acérrimos enemigos de los bienes ajenos. Esto era un ventaja como en un día
como el de hoy, pues pude ir dejando la maleta donde me apetecía y, sin
preocuparme por ella, fui haciendo las fotos que quería.
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Castillo de Himeji o de la Garza Blanca |
Una vez superadas las murallas iniciales, seguiría cargando
con el bulto hasta las mismas taquillas, donde se confirmaría que, por fin,
podría ver la luz, pues aquí se obliga a todo el mundo que lleve bolsos voluminosos
o maletas a dejarlas en las taquillas respectivas y para las que no caben, como
era mi caso, se habilita una consigna donde meterlas por el módico precio de
300 yenes. Por fin me deshacía del muerto y podía comenzar a disfrutar, de
verdad, de otros menesteres.
Con tanta historia se me había olvidado comentar que hoy era
el primer día que el cielo amanecía resplandeciente, completamente azul y sin
una nube. Cuantos días me había costado tener una visión semejante, cuantos.
Así que a pesar del coñazo que me había dado la maleta, estaba bastante
contento por el día tan bueno que me iba a acompañar.
Tras cinco años de restauración, de encontrarse tapado por
andamios y de estar cerrada al público más de una zona, el 27 de Marzo de este
mismo año se producía la nueva apertura del castillo de Himeji, con un lavado
completo de cara y resplandeciendo más nunca. Su visión se aprecia desde nada
más salir de la estación, en la lejanía, y la imagen es soberbia y grandiosa.
Allí estaba uno de los iconos de Japón esperándome para ser descubierto y casi
a punto de empezar a volar y es que la combinación de fachadas y tejados dan la
apariencia de una garza a punto de emprender su vuelo, de ahí que a los
japoneses les guste más llamarlo el castillo de la Garza blanca.
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Castillo de Himeji o de la Garza Blanca |
La entrada sería la más cara que pagaría en cualquier
recinto del país, costándome 1000 yenes, pero me imagino que tendrán que
amortizar de alguna manera la gran inversión realizada a lo largo de todos
estos años.
Himeji es de las pocas estructuras de madera originales que
se conservan en Japón y es por ello que su importancia y belleza inigualable
destacan por encima de otros muchos lugares. Ello es consecuencia de los
bombardeos que sufrieron muchas fortalezas japonesas durante la II Guerra
Mundial por parte de los aliados, lo que haría que muy pocas de estas llegaran
hasta nuestros días, razón de más para ser declarado Tesoro Nacional y
Patrimonio de la Humanidad.
La fortificación cuenta con más de ochenta edificios con
sistemas defensivos, una altura de 26 metros en su parte más alta, un perímetro
de murallas de cinco kilómetros y puede resistir gran parte de desastres
naturales tales como terremotos o
incendios gracias a cómo fue construido.
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Castillo de Himeji o de la Garza Blanca |
Visto desde fuera el torreón principal parece tener cinco
pisos, pero el interior revela una estructura con siete pisos, seis por encima
del suelo y uno como sótano. Su diseño permitiría que nunca fuese doblegado,
pues estaba pensado para desorientar al enemigo y que los invasores fueran
cayendo en constantes trampas y obstáculos que les llevaran al agotamiento y la
desorientación, por lo que era un auténtica trampa mortal para todo aquel que
osara desafiarlo.
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Accediendo al Castillo de Himeji |
La verdad que me costaría llegar hasta la entrada de su gran
torre principal, pues son tantas las perspectivas maravillosas que se tiene de
ella que es muy complicado no andar parándote, una y otra vez, para admirarla y
hacerle fotografías desde todos los ángulos posibles.
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Accediendo al Castillo de Himeji |
Dentro de ella, y como no podía ser de otra manera, te
obligan a descalzarte y a transportar tus zapatos en una bolsa de plástico,
mientras vas subiendo por cada piso interior, construido completamente en
madera, y acompañado, en todo momento, del crujir constante de los suelos que, con
nuestras pisadas, originábamos todos los allí presentes.
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Interior del Castillo de Himeji |
Y así y tras atravesar la gran mayoría de plantas diáfanas,
llegaba hasta el último piso desde el que se pueden contemplar unas increíbles
vistas de la plana ciudad de Himeji y de varios kilómetros a la redonda más e
incluyendo, por supuesto, los destacables tejados de color gris y su entramado
de tejas, que crean una perfecta combinación con las fachadas blancas de sus
muros. También destaca aquí un pequeño altar sintoísta en el que muchos de los
japoneses que iban llegando realizaban sus ofrendas y peticiones.
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Himeji desde su Castillo |
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Himeji desde su Castillo |
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Pequeño Altar en el Castillo de Himeji |
Tras bajar todo lo subido, volvería a salir al exterior y
seguiría las indicaciones del circuito para perderme por un laberinto de
jardines y fosos desde los que se podían tomar nuevas e increíbles fotografías
de la torre principal.
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Castillo de Himeji o de la Garza Blanca |
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Castillo de Himeji o de la Garza Blanca |
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Castillo de Himeji o de la Garza Blanca |
Sería aquí donde terminaría mi visita a esta joya de Japón,
pues mi viaje debía continuar, así que tras recoger mi equipaje de la consigna
del castillo, volvería andando hasta la estación, pues no quería montar otro
espectáculo en ningún nuevo autobús.
Por cierto que se me olvidaba comentar que el castillo lo
cerraban a las 17.00, pero desde una hora antes ya no se permiten nuevas
visitas. Hay también una entrada combinada para visitar otros jardines
contiguos y que vale 1040 yenes, pero de la que prescindiría por falta de tiempo.
Yo estaría visitando la fortaleza dos horas y cuarto y sin recrearme demasiado,
por lo que si vas con algo de tranquilidad te puedes tirar fácilmente toda la
mañana.
Y decía que tenía que regresar a la estación porque a las
11.45 partía el shinkansen Hikari con destino a la ciudad de Okayama, lugar
donde se encuentran uno de los tres jardines más increíbles y hermosos de todo
Japón y que no quería perderme por nada del mundo. Eran los llamados jardines
Korakuen.
Tendría muchísima suerte en coger el tren bala, pues llegaba
al andén a las 11.43, sólo dos minutos antes de la partida del mismo. Pero,
aunque es cierto que hay nuevas opciones cada poco tiempo, el caso es que este
tren era clave ya que si lo perdía me hubiera descuadrado los planes que llevaba
pensados para hoy y me hubiese quedado sin poder disfrutar de algún destino.
(El trayecto estaba cubierto por el Japan Rail Pass)
A Okayama llegaría a las 12.20 y aquí todo sería mucho más
fácil ya que en la oficina de información turística de la estación me
comentarían que había un negocio de guarda equipajes voluminosos justo al lado
de la sala de taquillas, por lo que estaba salvado, pues por 700 yenes dejaba
allí la maleta grande y la otra bolsa.
Después tomaría el bus número uno (140 yenes) que te deja en
diez minutos en la puerta de los jardines (400 yenes).
En 1687, Ikeda Tsunemasa, señor feudal de la época, ordenó
iniciar la construcción de estos increíbles jardines, terminándose en 1700. Su
aspecto original se ha conservado hasta nuestros días, a excepción de algunos
ligeros cambios realizados por los sucesivos daimios que fueron gobernando en
la región. El jardín sería utilizado como un lugar para entretener a
importantes celebridades y también como spa de las clases altas, aunque las
clases populares también podían visitarlos en días concretos. En 1884, la
propiedad fue transferida a la prefectura de Okayama y los jardines se abrieron
al público. El recinto sería objeto de grabes daños durante las inundaciones de
1934 y los bombardeos de la II Guerra Mundial, pero serían restaurados
siguiendo las pinturas que se conservaban del periodo Edo. Se encuentran
protegidos como Bien cultural histórico, para que puedan seguir disfrutándose
por futuras generaciones.
Pasear por estas instalaciones me dejaría asombrado y, casi
que podría afirmar, que serían uno de los jardines más espectaculares que pude
ver, más incluso que los de Kanazawa, pero para gustos los colores.
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Jardines Korakuen. Okayama |
La sucesiva combinación de vastos jardines, praderas,
estanques, casas de té, colinas, arroyos, que me iba encontrando a cada paso
que daba y el hecho de que la perspectiva cambiara, según avanzara unos pocos
metros, pareciendo unos jardines diferentes
según desde el punto desde el que los contemplaba, me dejarían
profundamente enamorado de este lugar. Si a todo esto le sumo la visión general
que pude obtener desde lo alto de la pequeña isla Naka-no-shima situada en el
estanque Sawa-no-ike, el más grande de todo el recinto, los peces dorados que
nadaban por las aguas del lago y que parecían sacados de un cuento de hadas y
las vistas de otra pequeña laguna repleta de flores de loto, pues casi que salí
de allí hipnotizado ante la sucesiva combinación de imágenes a cada cual más
espectacular.
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Jardines Korakuen. Okayama |
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Jardines Korakuen. Okayama |
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Jardines Korakuen. Okayama |
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Jardines Korakuen. Okayama |
A la estación volvería de la misma manera que había venido hasta
aquí y, al igual que en Himeji, llegaría por los pelos, al apurar al máximo el
tiempo en este lugar.
Hiroshima sería el último destino de hoy y donde pasaría la
noche. El Shinkansen Sakura (incluído en el Japan Rail Pass) me dejaba allí a
las 15.25, tardando sólo 41 minutos. Me alojaría en el K´s House Hiroshima, de
la misma cadena de alojamientos que había utilizado en Tokyo y Kyoto y, una vez
más, no me decepcionó en absoluto, al contrario, me encantaría. Llegaría hasta
él en taxi, el segundo que tomaba en el país y es que ya no podía más con el
peso de los bultos. Por menos de cinco minutos me cobraría 610 yenes, que no
era mucho y evitó que me quedara sin manos.
Las chicas de recepción fueron muy simpáticas y una de ellas
estaba estudiando español por lo que estaría un rato contestando alguna de sus
preguntas y bromeando con algunas expresiones que utilizaba. Tras esto dejaría
el equipaje en la habitación de cuatro plazas que había reservado (2800 yenes)
y, sin prisa pero sin pausa, me encaminaría a la zona de mayor interés de la
ciudad. Para ello tomaría el tranvía número dos (también se puede coger el
seis) (160 yenes), que me dejaría al inicio del Parque Memorial de la Paz, el
lugar más importante de la ciudad.
Sobre Hiroshima es
casi imposible hablar sin repetir algo de lo que no se haya dicho ya, pero es
cierto que cuando te encuentras en este lugar, el corazón se te encoge y te
preguntas una y otra vez como el ser humano puede ser tan cruel. Nadie ignora
el nombre de esta ciudad costera de la isla de Honshu, centro industrial
estratégico durante la Segunda Guerra Mundial y que, la mañana del 6 de agosto
de 1945 fue devastada en unos segundos por el primer bombardeo atómico de la
historia. Imposible olvidar aquella imagen de un gigantesco champiñón
radiactivo ascendiendo hacia el cielo y que, en sólo dos minutos alcanzó 10000
metros de altura, desencadenando una onda expansiva que lo arrasaba todo a su
paso.
En el emplazamiento de la ciudad destruida – estaba
construida esencialmente de madera – apareció una extensa llanura fangosa y
pelada en la que emergían algunas construcciones de cemento y esqueletos de
árboles calcinados. Las imágenes de los supervivientes atrozmente quemados, así
como los futuros afectados por el cáncer, reflejaba la locura de un mundo en el
que la ciencia ya no era sinónimo de progreso, sino de destrucción.
Y allí estaba delante del edificio más tristemente conocido
de la ciudad: el Genbaku Domu-mae o Cúpula de la Bomba Atómica. Antes del
desastre era una sala de promoción industrial y después del fatídico momento
pasaría a ser una de las pocas construcciones que aguantarían el impacto que
tendría lugar a apenas 150 metros de él. Hoy es el símbolo de Hiroshima que
continúa implorando por la Paz Mundial, intentando concienciar de lo horroroso
de las armas nucleares. En 1996 fue registrado en la lista de los Patrimonios
de la Humanidad.
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Cúpula Genbaku o de la Bomba Atómica de Hiroshima |
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Cúpula Genbaku o de la Bomba Atómica de Hiroshima |
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Cúpula Genbaku o de la Bomba Atómica de Hiroshima |
Desde aquí me encaminaría por el puente que atraviesa el río
Motoyasu hasta el corazón del Parque Memorial de la Paz, el cual está repleto
de esculturas y memoriales que recuerdan a muchos de los grupos sociales que
fallecieron en el desastre. Entre los más destacables pude ver el monumento por
la Paz de los Niños Caídos en el que se rinde homenaje a todos los niños que
fallecieron en el desastre y hace
referencia también a la historia de la pequeña Sadako Sasaki, que a la edad de
10 años la diagnosticarían leucemia y desde ese momento se propondría llegar a
realizar 1000 grullas de papel, el símbolo de la longevidad, pero
desgraciadamente no lo conseguiría. Una historia triste y emotiva que permite
hacerse una idea de los sentimientos encontrados que te transmite este lugar.
También me encontraría con el Túmulo conmemorativo, que
conserva las cenizas de las víctimas sin identificar; la Campana de la Paz, que
se puede hacer sonar si se desea la paz mundial; el Cenotafio a las Víctimas
Coreanas; el Farol de piedra de la Paz y otros muchos monumentos dedicados a
diferentes gremios que perderían su vida en la ciudad.
Y así llegaría hasta el Cenotafio del Memorial, donde se
recuerda a las víctimas de la bomba, y a la Llama de la Paz, la cual sólo se
apagará cuando desaparezcan todas las armas nucleares en el mundo. Un lugar
donde, al igual que otros muchos, sólo te invita a reflexionar y estar en silencio.
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Parque Conmemorativo de la Paz.Hiroshima |
Era este el momento en el que me disponía a afrontar la
visita al Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, seguramente, uno de los
lugares más duros que se pueden visitar, pero creo que necesario para ser
consciente de las atrocidades cometidas en la historia y de adquirir una
conciencia suficiente, para que todos pongamos nuestro granito de arena y no se
vuelvan a repetir las mismas.
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Museo de la Paz de Hiroshima |
Este espacio me aportaría muchísima información que
desconocía y me permitió salir de él con un conocimiento objetivo de lo que
sucedió antes, durante y después del lanzamiento de la bomba atómica. Todo está
perfectamente estructurado y se comienza la visita con una explicación de
porqué Estados Unidos diseñó y lanzó la bomba atómica sobre Japón, para
explicar posteriormente porque sería Hiroshima la ciudad elegida para el
trágico desenlace. El motivo no era otro que se quería que los efectos del
bombardeo atómico pudieran ser observados
con precisión, seleccionándose como blancos potenciales ciudades con un
área urbana de por lo menos tres millas de diámetro, prohibiéndose así mismo,
los ataques aéreos sobre esas ciudades. Se emitió una orden para lanzar la
bomba atómica sobre Hiroshima, Kokura, Niigata, o Nagasaki. Se pensó como
primer alternativa en Hiroshima porque era la única de las cuatro ciudades
blanco sin un campo aliado de prisioneros de guerra.
Después se muestran dos inmensas maquetas donde se puede ver
la ciudad antes y después del suceso. Además se puede ver una muestra en tamaño
real de la bomba que fue lanzada y a la que EE.UU conocía con el nombre “Little
boy”.
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Littel Boy.Museo de la Paz de Hiroshima |
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Maqueta Zona Cero.Museo de la Paz de Hiroshima |
El recorrido sigue mostrándote pertenencias que la gente
había dejado en sus lugares de trabajo, uniformes incendiados de alumnos, un
triciclo abrasado, calzados de niños, persianas de hierro dobladas por la onda
expansiva e incluso la sombra de una persona sentada en una piedra, siendo el
lugar donde esta se encontraba de un color más oscuro que el resto del escalón,
lo que significa que fue desintegrada en el acto por los efectos del calor.
Cada uno de esos objetos representa el dolor, el pesar o la furia humanos, y
con su silencio, nos advierten para que no permitamos que una tragedia igual se
repita.
El desánimo según iba avanzando por las diferentes salas
cada vez era mayor y más después de ver como una señora japonesa de edad media,
se ponía a llorar desconsoladamente. Estaba siendo realmente dura la
experiencia, pero aun así continué visitando lo que me quedaba como la lluvia
negra en una pared blanca, compuesta de sustancias radioactivas e incluso
partes humanas como dedos. También podría ver las cigüeñas de papel dobladas
por Sadako en otra de las vitrinas.
Salí de allí con un nudo en la garganta y profundamente
consternado, dirigiéndome a un banco que estaba al lado de la Fuente de la
Oración, donde me sentaría y dejaría pasar el tiempo hasta que anocheció. No
tenía ganas de gran cosa, por lo que me iría paseando por la ribera del río
Motoyasu hasta llegar en frente de la Cúpula de la Bomba Atómica, donde me
volvería a sentar y dejaría transcurrir, otra vez, los minutos.
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Parque Conmemorativo de la Paz.Hiroshima |
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Cúpula Genbaku o de la Bomba Atómica de Hiroshima |
Hacía la noche perfecta y algo más repuesto, empecé a
proyectar en mi mente un sinfín de imágenes de lo que había sido este increíble
viaje, desde la locura y modernidad de Tokyo a los templos legendarios de
Kyoto, pasando por los santuarios budistas y los mil jardines de exquisita
composición que había ido dejando en el camino. Había sido un viaje de tantos
contrastes y todo había salido tan bien que la nostalgia por todo ello,
mezclada con el sentimiento de tristeza que me había dejado el museo me
sobrevino. Pasearía otro rato por la ribera del río, sin apenas un alma y bajo
las increíbles estrellas que brillaban con más fuerza que nunca, decidí volver
al hostal en el tranvía que cogí por la tarde y retirarme a descansar, pues no
tenía hambre y mañana quería estar descansado para afrontar mi última jornada
en Japón.
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Tranvía de Hiroshima |
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