No habían pasado ni dos meses del magnífico e increíble
viaje por la costa oeste de Estados Unidos, pero necesitaba, por diferentes
razones, evadirme de los aires de nuestro país, y qué mejor que hacerlo en la
que se conoce como la Venecia del norte, la bonita capital de los Países Bajos.
Hay lugares que poseen la
virtud de la familiaridad, te identificas de inmediato con ellos y, sin saber por
qué, te encuentras como en casa. Eso me ocurrió con Ámsterdam, que me hizo
sentir de lo más cómodo desde el primer instante que puse un pie en ella.
Bandera de los Países Bajos |
Y es que la
omnipresencia de los canales, las numerosas bicicletas y su paisaje urbano contribuyen a crear un
clima relajado y amigable, a años luz de otras capitales más bulliciosas. Es
una ciudad hecha para vivir y pasear en busca de sus atractivos.
Canal en Amsterdam |
Su nombre
alude en lengua medieval al origen de la ciudad, construida a partir de una
presa (dam en neerlandés) sobre el río Amstel. Los pescadores que la habitaban
allá en el siglo XIII ya pagaban o sorteaban peajes por cruzar sus puentes,
mientras mercadeaban con otras villas holandesas y alemanas. Así comenzaría a
prosperar la ciudad, y tras su largo conflicto con la Corona española, en el
siglo XVI recibiría a todos los proscritos y perseguidos por las guerras de
religión europeas. Su tolerancia aceleró aquel progreso mercantil, y la
prosperidad y el carácter abierto han pasado a ser seña de identidad de la
capital holandesa hasta nuestros días. Tampoco los nazis pudieron con ese
espíritu flexible cuando ocuparon el país, en 1942. Por eso, tras la guerra, su
reina Guillermina condecoraría la ciudad con el lema de “heroica, resuelta y
misericordiosa”. Lo cierto es que es esa ciudad singular, única y reconocible,
que todo viajero acaba por recorrer con tanta curiosidad como satisfacción.
Río Amstel a su paso por Amsterdam |
En poco más
de dos horas y media de vuelo nos plantábamos en el aeropuerto Schiphol de la
capital holandesa, el cual se encuentra a quince kilómetros del centro de la
ciudad. De las diferentes formas que hay de llegar hasta ella optaríamos por la
más barata y rápida, es decir por el tren que sólo invierte veinte minutos en
hacerlo hasta la Estación Central (3,70 euros). Una vez en esta sólo tendríamos
que tomar el metro para tras otros quince minutos hacer acto de presencia en el
hotel elegido, al que llegaríamos pasados unos minutos de la medianoche, por lo
que, como es evidente hoy no daría tiempo a más.
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