AMSTERDAM - DIA 01. Llegada a la ciudad de los canales y las bicicletas

29 de Octubre de 2010.


No habían pasado ni dos meses del magnífico e increíble viaje por la costa oeste de Estados Unidos, pero necesitaba, por diferentes razones, evadirme de los aires de nuestro país, y qué mejor que hacerlo en la que se conoce como la Venecia del norte, la bonita capital de los Países Bajos.

Hay lugares que poseen la virtud de la familiaridad, te identificas de inmediato con ellos y, sin saber por qué, te encuentras como en casa. Eso me ocurrió con Ámsterdam, que me hizo sentir de lo más cómodo desde el primer instante que puse un pie en ella.

Bandera de los Países Bajos

Y es que la omnipresencia de los canales, las numerosas bicicletas  y su paisaje urbano contribuyen a crear un clima relajado y amigable, a años luz de otras capitales más bulliciosas. Es una ciudad hecha para vivir y pasear en busca de sus atractivos.

Canal en Amsterdam

Su nombre alude en lengua medieval al origen de la ciudad, construida a partir de una presa (dam en neerlandés) sobre el río Amstel. Los pescadores que la habitaban allá en el siglo XIII ya pagaban o sorteaban peajes por cruzar sus puentes, mientras mercadeaban con otras villas holandesas y alemanas. Así comenzaría a prosperar la ciudad, y tras su largo conflicto con la Corona española, en el siglo XVI recibiría a todos los proscritos y perseguidos por las guerras de religión europeas. Su tolerancia aceleró aquel progreso mercantil, y la prosperidad y el carácter abierto han pasado a ser seña de identidad de la capital holandesa hasta nuestros días. Tampoco los nazis pudieron con ese espíritu flexible cuando ocuparon el país, en 1942. Por eso, tras la guerra, su reina Guillermina condecoraría la ciudad con el lema de “heroica, resuelta y misericordiosa”. Lo cierto es que es esa ciudad singular, única y reconocible, que todo viajero acaba por recorrer con tanta curiosidad como satisfacción.

Río Amstel a su paso por Amsterdam

En poco más de dos horas y media de vuelo nos plantábamos en el aeropuerto Schiphol de la capital holandesa, el cual se encuentra a quince kilómetros del centro de la ciudad. De las diferentes formas que hay de llegar hasta ella optaríamos por la más barata y rápida, es decir por el tren que sólo invierte veinte minutos en hacerlo hasta la Estación Central (3,70 euros). Una vez en esta sólo tendríamos que tomar el metro para tras otros quince minutos hacer acto de presencia en el hotel elegido, al que llegaríamos pasados unos minutos de la medianoche, por lo que, como es evidente hoy no daría tiempo a más.

Nuestro alojamiento se llamaba Hotel V Frederiksplein, situado en Weteringschans 136. Sus zonas comunes eran modernas y sofisticadas, pero la habitación que nos correspondería se encontraba en el subsuelo y apenas tenía ventilación salvo una pequeña ventana por la que casi no entraba aire. Además era excesivamente pequeña y casi no te podías mover, con el espacio justo para la cama y los equipajes de mano puestos de pie. Así que aunque estaba limpia era realmente incómoda. El desayuno que venía incluido era decente con fiambre, frutas variadas, cereales, zumos. La localización no era mala, tardando unos quince minutos caminando a los puntos neurálgicos de la ciudad y menos a los famosos museos. En cualquier caso sino te gusta andar el tranvía se puede coger casi en la misma puerta.

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