NUEVA YORK - DIA 06. De la Estatua de la Libertad al musical en Broadway

17 de Julio de 2008.

Aunque mucha gente prescinde, en su primera estancia en Nueva York, de la visita a la isla de la Libertad, donde se emplaza la famosa estatua de la Libertad, valga la redundancia, a nosotros nos hacía especial ilusión llegar hasta allí y poder situarnos justo debajo de la inmensa escultura, así que decidiríamos renunciar a otros lugares en beneficio de poder llevar a cabo este plan.

Es cierto que habíamos visto ya la importante escultura en un sinfín de ocasiones y en diferentes horas del día, gracias al ferry que nos llevaba y nos traía a Staten Island y al crucero de Circle Line del día anterior, pero aún así no queríamos renunciar a hacer esta actividad, para la cual habíamos elegido las primeras horas de la jornada que empezaba.

Otro día soleado nos recibía y una vez más procedíamos a actuar de la forma que ya venía siendo tradicional, hasta que nos plantábamos en la zona sur de Manhattan. Desde ese punto llevaríamos a cabo el mismo paseo que ya haríamos unos días atrás hasta el Clinton Castle, donde nos darían los pases que nos llevarían a Liberty Island (gratis con la New York Pass).

Desde allí sólo tendríamos que desplazarnos unos metros hasta llegar al muelle de Battery Park, lugar desde donde zarpan los barcos. Sería aquí cuando nuestros sonrientes y animados rostros, se tornarían, en unos segundos, en caras de circunstancia y es que había una fila de narices y todo hacía presagiar que nos podíamos tirar en ella entre una y dos horas.

Muelle de Battery Park

Muelle de Battery Park

¿Qué hacer entonces? Pues por primera vez en el viaje los puntos de vista estaban muy alejados entre lo que pensaban Alberto, Isabel y Carolina y lo que opinaba yo. Mientras que a ellos no les importaba renunciar a la visita e intentarlo, de nuevo, mañana, aún a riesgo de que volviera a pasar lo mismo o incluso que la fila fuese mayor, teniendo que renunciar a esta actividad, yo, sin embargo, prefería no arriesgar y no me importaba esperar lo que hiciera falta hoy. Así que al final como no nos pusimos de acuerdo, decidimos que nos separaríamos y quedaríamos otra vez por la noche en Broadway para ver el musical.

Dicho y hecho, mis amigos abandonarían la larga hilera de personas y poco a poco se fueron perdiendo en la lejanía, mientras que yo, bajo un sol de justicia, permanecí en el muelle de Battery Park, a la espera de que llegara mi turno para pasar los controles de seguridad. Tal y como se preveía no llegaría hasta estos hasta hora y media después, sudando la gota gorda del calor que hacía y arriñonado de estar tanto tiempo de pié. Pero bueno, por fin había llegado el momento, así que puse todos los objetos metálicos en una bandeja y esta junto con la mochila en una cinta similar a la de los aeropuertos, hecho lo cual y tras comprobar, el agente de seguridad, que todo estaba en orden, podría recogerlo todo y acceder al barco que me llevaría hasta la famosa estatua, que tanto se me estaba resistiendo.

Para ser sinceros la navegación no me aportaría nada nuevo, pues ya habían sido muchas las veces que habíamos pasado por la zona, pero cuando el barco estaba llegando al muelle de la isla y pude ver a Miss Liberty, más cerca que nunca, los nervios aparecerían de repente y es que por fin podía casi abrazarla.

Estatua de la Libertad desde el Ferry

No sé cómo será ahora pero cuando yo lo visité no había un tiempo establecido para tener que abandonar el lugar, por lo que si querías te podías estar allí todo el día hasta tomar el último barco de regreso. Así que me dispuse a rodear la famosa escultura a la que, en esos momentos, tan sólo se podía acceder a su pedestal (no incluido en la New York Pass), por lo que renunciaría a ello al considerar que no me iba a aportar demasiado, esperando que si algún día puedo volver a Nueva York, se encuentre reabierta la corona (cerrada desde los atentados del 11 de Septiembre) y pueda subir hasta ella.

Estatua de la Libertad

Estatua de la Libertad

Mientras contemplaba el porte y la elegancia de la gran señora pude, a su vez, empaparme un poco de su historia gracias a las notas que traía, aprendiendo algo más de que fue un obsequio de Francia con motivo del centenario de Estados Unidos. Supe así que su color verde característico es causa de las reacciones químicas que le produjeron las sales de cobre con las que estaba cubierta, que los siete picos de la corona de su cabeza simbolizan los siete mares y los siete continentes o que en la tablilla de su mano izquierda está grabada la fecha de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, mientras que la antorcha de la mano derecha no es la misma que llevaba en su inauguración dado que la original acusaba gravemente el paso del tiempo y la corrosión del óxido, decidiendo sustituirla por la actual en los años 80. Otros datos interesantes serían los que se refieren a que durante sus primeros quince años haría las veces de faro o que la distribución de su interior  correría a cargo del prestigioso arquitecto Gustave Eiffel.

Estatua de la Libertad

Estatua de la Libertad

Cuando me hube recreado lo suficiente y tras hacer un sinfín de fotografías, me encaminé, de nuevo, al muelle y monté en el barco de regreso, aunque todavía quedaba por hacer una parada antes de llegar, definitivamente, a tierra. Esta sería en la isla de Ellis, un lugar para el recuerdo, pues aquí se detenían, para ser inspeccionados, quince millones de inmigrantes en busca de una vida mejor, huyendo de la guerra y la pobreza. Cuesta imaginar las emociones a flor de piel que tendrían al contemplar tan de cerca la estatua, símbolo de la libertad y de una nueva vida.

Isla de Ellis

En el edificio neorrenacentista de 1900 con el que te encuentras al bajar de la embarcación se localiza un interesante y conmovedor museo de la inmigración, destacando en él la reconstrucción del registro donde figuran el nombre y la profesión de los recién llegados. Se muestran también maletas, fotos y objetos personales de la época.

Isla de Ellis

Me pareció una visita interesante, pues se trata de un lugar histórico de la ciudad, aunque es cierto que si se va justo de tiempo podría prescindirse de él, pues la bajada a esta isla no es obligatoria y te puedes quedar en el barco y continuar hasta tierra firme.

Por cierto que apenas tengo fotos de este lugar, porque perdería todas las que haría debido a un importante disgusto que acontecería al final del día y al que haré referencia, por tanto, en el momento debido.

Tenía claro que mi siguiente parada iba a ser otro de los símbolos de Nueva York: el puente de Brooklyn, el cual decidiría atravesar a pie por su vía peatonal mientras dejaba a mis espaldas el mundo de los rascacielos.

Puente de Brooklyn y vista de Manhattan

La historia de esta estructura bien merece dedicarle unas cuantas líneas. El puente fue la respuesta que la ciudad encontró cuando el aumento de la población y la climatología hacían necesaria la creación de una vía que comunicase la isla de Manhattan con Brooklyn. Las obras comenzaron el 25 de junio de 1869, y tres días después un transbordador atraparía el pie del ingeniero responsable, causándole la amputación de varios dedos y un mes después la muerte por tétanos. Para realizar los pilares de las torres se utilizaron cajones de aire comprimido en el río, lo que acabó pasando factura, a causa del síndrome de descompresión, a buena parte de los trabajadores de la obra. Serían necesarios trece años de trabajo y un presupuesto de quince millones de dólares, además de una treintena de trabajadores fallecidos, para ver como se inauguraba el puente de Brooklyn.

Puente de Brooklyn

Aunque la estructura en su conjunto te deja perplejo, es probable que lo que más impresionen sean las dos torres del puente, con sus característicos arcos apuntados y contrafuertes, a los que se les unen el soberbio cableado  y anclaje metálico. Si a todo ello le sumas la belleza de las vistas hacia ambos lados y las del río East, pues no es de extrañar que haya inspirado a numerosos escritores, pintores, artistas y visitantes, incapaces de evitar sentirse conquistados por la grandiosidad de la obra.

Puente de Brooklyn

Manhattan desde Puente de Brooklyn

Nada más atravesarlo torcería hacia la izquierda y bajaría una pronunciada cuesta que me llevaría a un tranquilo parque conocido con el nombre de Brooklyn Bridge Park. Desde sus verdes explanadas se contempla una bonita vista de la parte baja de Manhattan, por lo que no lo pensaría mucho antes de sentarme en un banco y disfrutar de ellas durante una agradable media hora, donde además pude ver a gente haciendo artes marciales, familias disfrutando de un día de picnic o deportistas corriendo.

Este descanso me serviría para volver por donde había venido y atravesar, de nuevo, caminando el puente de Brooklyn, hecho lo cual continuaría vagando por diferentes avenidas y calles hasta darme de bruces con los tejados en forma de pagoda característicos de Chinatown. En pocos segundos me vi transportado a oriente con los típicos colores, aromas y sonidos exóticos propios de esa parte del mundo y es que con más de 150000 residentes, aquí se encuentra la comunidad china más populosa de occidente.

Chinatown

Carteles de Neón, templos budistas, bancos con letreros chinos, restaurantes, tenderetes y una agitación desbordante sería lo que me encontraría en mí callejear por el laberinto de calles que lo forman. Su ambiente enigmático, huidizo e incluso peligroso  le da un aire especial.

Chinatown

Chinatown

Chinatown

Curiosa también la plaza de Confucio en la que se encuentra la estatua del famoso filósofo chino velando por el barrio.

Sería por Canal Street por donde enlazaría con el barrio de TriBeCa, encontrándome en el camino con el inmenso y peculiar edificio del HSBC.  Esta zona de la ciudad es una de las más vivas y con mayor éxito, un microcosmos  que reúne lo mejor de Manhattan. Aquí hay un verdadero filón de creatividad: estudios, galerías, jazz de calidad, teatro, poesía. Todo ello contrasta con pequeñas tiendas con gusto a bazar y con el encanto de las clásicas fachadas de hierro de Broadway y Church.

HSBC y Canal Street

El último barrio por el que me daría tiempo a pasear, antes de volver a ver a mis amigos, sería SOHO, el cual estuvo a punto de desaparecer a comienzo de los años setenta si no llega a ser por las protestas de los ciudadanos de Manhattan para que no demolieran  la gran parte de almacenes, fábricas y calles que formaban el SOuth of HOuston (al sur de Houston) con la intención de construir una autopista.

SOHO

El proyecto sería abandonado finalmente cuando los arquitectos e historiadores reconocieron el valor de algunos edificios de hierro, realizados en diversos estilos. Muy pronto, artistas y vecinos de la zona empezaron a alquilar estos enormes espacios para transformarlos en cómodos estudios y apartamentos.

SOHO

SOHO

Por sus calles se pueden observar auténticos focos de creatividad con más de doscientas galerías con las más variadas formas de expresión artística y maravillosos e innovadores restaurantes. Este barrio es una clara muestra de la inagotable capacidad de Nueva York para generar nuevas ideas y formas en un mundo en constante cambio.

SOHO

SOHO

SOHO

No había tiempo para más y aunque me hubiera gustado acercarme a Washington Square para ver su impresionante arco y el lugar donde se han grabado muchas películas, corría el riesgo de no llegar a tiempo a la hora a la que había quedado con mis amigos. Así que fui sensato, por una vez, tomé el metro y en pocos minutos me encontraba en Times Square, donde me reencontré con Alberto, Isabel y Carolina.

Times Square

Times Square

Tampoco tendríamos mucho tiempo para poner en común lo que habíamos hecho a lo largo del día, aunque salvo lo referente a la primera parte de la jornada, en el resto coincidimos en visitar los mismos lugares, aunque, como es evidente, en diferentes horarios.

Muy cerca de las grandes luces de neón, se encontraba el teatro donde se representaba el musical que habíamos elegido en Broadway. Teniendo en cuenta que soy un auténtico fan de Disney, estaba claro que el espectáculo tenía que ser el que correspondiera a una de sus afamadas películas y de las dos que se representaban en esos momentos, “El Rey León” y “La Sirenita”, nos quedaríamos con la segunda.

La Sirenita en Broadway

Las entradas las sacaríamos directamente en la taquilla el mismo día que aparecimos por Times Square y es que aunque había la posibilidad de esperar a unas ofertas especiales que se producen con las últimas entradas que no se han vendido en el último momento, no queríamos arriesgarnos a quedarnos sin ver una de estas dos obras y al final preferimos dejarnos el dinero y así estar tranquilos.

El musical no nos decepcionaría en absoluto, de hecho, nos entusiasmaría pues se ciñe totalmente a la película de Disney, respetando las versiones y la banda sonora e incluyendo alguna que otra nueva canción bastante chula. Además las trucos que utilizan para llevar a cabo algunas de las escenas del mar son increíbles y te dejan con la boca abierta.

No hay duda que tanto Broadway como su homólogo en Londres, donde pude ver Cats, son la primera división y los pesos pesados en cuanto a representación de musicales se refiere y será complicado que alguien pueda hacerles sombra, no sólo ya en cuanto a medios sino también en cuanto a la calidad interpretativa y nivel de los actores y bailarines que protagonizan sus obras.

Tras dos horas disfrutando de las peripecias de Ariel, Sebastian y el resto de personajes, saldríamos del teatro muertos de hambre por lo que tras deleitarnos un buen rato mirando las luces de neón de Times Square, nos meteríamos a cenar unas hamburguesas en un restaurante cercano.

Times Square

Times Square

Con los estómagos ya satisfechos y dado que eran casi las doce de la noche, decidiríamos tomar un taxi hasta la estación de ferries del sur de Manhattan, para, como todos los días, dirigirnos en uno de ellos hacia Staten Island, disfrutando una vez más del Skyline de Manhattan.

Y sería justo en este punto, donde la felicidad con la que todos los días volvía a casa, se esfumaría en pocos segundos. Bastaría para ello el ir a echarme la mano al bolsillo derecho del pantalón, para comprobar que mi pequeña cámara digital no estaba. Aunque lo primero que haría sería revisar cada uno de los recovecos y bolsillos del mismo pantalón y de la mochila, no tardaría mucho en cerciorarme y darme cuenta que el lugar en el que la había perdido era en el taxi. No tenía duda que la cámara había resbalado por la tela interior de la prenda y se había quedado en el asiento delantero del vehículo. Fue como un flashback instantáneo en el que no había margen de error.

El disgusto fue monumental pues suponía que había perdido todas las fotos de la jornada y no eran pocas. Mi cara fue un poema y durante todo el tiempo que siguió hasta que llegamos a casa no hubo posibilidad de consolarme ni de animarme por parte de mis amigos. Me metería en mi burbuja y no escucharía nada de lo que en esos momentos se me dijo. Estaba hundido.

Tampoco me vendría arriba una vez en el hogar así que preferí irme a descansar y mañana sería otro día.

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