Creo que un viaje, aunque sea a un lugar en el que ya habías
estado antes, nunca es el mismo, pues son muchos los factores que se dan a tu
alrededor que hacen que con la variación de alguno de ellos, ese destino ya
conocido te pueda parecer un lugar cambiado y diferente al que tuviste
oportunidad de descubrir meses o años atrás.
Desde la época del año, las personas que te acompañen, los
cambios que la propia ciudad o espacio natural haya sufrido por el paso del
tiempo, o incluso por tus circunstancias personales, son factores, todos ellos,
que pueden provocar que un lugar no te parezca el mismo que conociste o que te
trasmita sensaciones completamente diferentes a las que pudieras tener en la
primera ocasión que lo visitaste.
Así me sucedería a mí con Londres, al que volvería quince
años después desde la primera vez que lo pisé, o con el reciente caso de París,
al que regresaba tras cuarto de siglo sin haber puesto desde entonces un pié en
la capital francesa. Estos casos, entre otros, me permitieron vivir dichas
ciudades de una forma muy distinta, disfrutándolas de una manera diferente en
cada ocasión, sin que ninguna de ellas fuera mejor o peor que la anterior, sino
simplemente distintas porque cada persona te aporta unas cosas y cada momento
en la vida, aunque estés en el mismo lugar, te trasmite sensaciones dispares
que pueden llegar a sorprenderte.
Por otro lado también está la siempre frágil memoria que con
el transcurrir del tiempo te va haciendo olvidar, dejándote las mejores y más
destacables vivencias o anécdotas y desechando el resto.
Aunque es cierto que en muchas ocasiones me cuesta volver a
repetir destinos, porque el mundo es demasiado grande y hay tantos lugares
maravillosos que me gustaría conocer y tan poco el tiempo que tenemos para
ello, sin embargo y desde hacía ya unos años, me apetecía mucho regresar a dos
ciudades excepcionales de las que guardaba muy buenos recuerdos y el paso de
los años, como ya comentaba, me habían
hecho olvidar en gran parte, dejándome sólo los mejores momentos vividos en las
mismas, los cuales ya no eran suficientes para mí, pues necesitaba volver a
admirar sus palacios, iglesias y monumentos. Estoy hablando de Viena y de
Praga, dos de las ciudades europeas más bellas que existen.
Vista de Viena desde La Glorieta. Palacio de Schönbrunn |
Vista de los barrios de Mala Strana y Hradcany. Praga |
Si a ellas, además, le sumamos Bratislava, capital de
Eslovaquia, muy cercana a Viena, lo que suponía
pisar un nuevo país, aunque fuese sólo por dos días, pues creo que no se
podía pedir más a este pequeño viaje, de algo más de una semana, por Europa
central.
Sería en julio de 1995 cuando mi abuela cumpliría la promesa
que me haría algunos años atrás de invitarme una semana a un viaje organizado
por dichas ciudades imperiales, una de sus mayores ilusiones. Yo sería el nieto
afortunado y es que la pasión por los viajes ya había hecho mella en mí y no
era extraño oírme decir que me moría de ganas de ir a este o a ese otro sitio
del mundo.
La única condición que me impondría para poder ir con ella
sería la de aceptar el tener que hacerlo con una agencia, pues le daba miedo
hacerlo por nuestra cuenta. Así que tengo que reconocer que por aquel entonces
tampoco me importaría, pues lo único que quería era descubrir el mundo de la
manera que fuera.
Así que dicho y hecho lo pondríamos todo en manos de Halcón
Viajes y llegada la fecha volábamos a la primera de las ciudades imperiales de
la ruta: Viena.
No tardaríamos mucho en conocer, en el mismo avión y poco
después en tierra, a las que ya serían parte del pequeño grupo que formaríamos
para movernos por las calles de las capitales, cuando la agencia nos dejaba
tiempo libre y una vez que habíamos hecho los típicos tours introductorios. Dos
señoras pertenecientes a Aldeas Infantiles, dos profesoras de secundaria a
punto de jubilarse y nosotros dos, seríamos los componentes. Un número perfecto
para movernos sin prisa pero sin pausa por los lugares más característicos de
Viena y Praga.
En la capital austriaca el primer contacto lo tendríamos con
el palacio de Schönbrunn y su gran parque, para poco tiempo después, el mismo
autobús en el que viajábamos, dejarnos
en los exteriores de otro gran palacio como es el de Belvedere. Desde
allí nos llevarían a los exteriores de la casa Hundertwasser, para a las 13:00
acercarnos a la entrada de grupos de la ópera de Viena, donde realizaríamos una
visita guiada a sus entresijos. Así es, esto sería en una mañana y sin entrar
en ninguno de los dos palacios, pero es cierto que por aquel entonces y con tan
sólo 18 añitos, el simple hecho de estar con mi abuela en Viena ya era algo
único e increíble y eso era lo que me importaba.
Viviendas Hundertwasser. Viena (1995) |
El resto de la tarde y la mañana del día siguiente ya nos
dejarían a nuestro aire y ahí sería cuando por nuestra cuenta llegaríamos hasta
la catedral de San Esteban; pasearíamos por lo exteriores del Parlamento y del
Palacio Hofburg; disfrutaríamos de una feria gastronómica con una gran cantidad
de puestos y especialidades culinarias, mientras en grandes pantallas éramos
testigos de conciertos de música clásica de los mejores compositores; nos
quedaríamos perplejos con la iglesia de San Carlos; nos relajaríamos en las
explanadas verdes del Stadtpark mientras observábamos como parejas de jóvenes
bailaban a ritmo de vals, etc.
Bailando Vals en Stadtpark. Viena (1995) |
Bailando Vals en Stadtpark. Viena (1995) |
Pero por si acaso no habíamos tenido suficiente con todo lo
anterior la agencia nos llevaría la última tarde a disfrutar de un pequeño
crucero por el Danubio, poniéndole la guinda al día con una cena en el barrio
de Grinzing, donde en una de sus típicas tabernas, sentados en mesas de madera,
en plan camaradas, pudimos disfrutar de un gran festín consistente en grandes
fuentes de codillo, quesos y vinos, ¡menudo empacho!
Respecto a Praga, los recuerdos que tengo son más difusos
aún de los que tengo de Viena. Me viene a la memoria que el primer lugar que
conocimos sería el viejo castillo dominando toda la colina, y dentro de este el
lugar que mejor recuerdo es con diferencia el pequeño callejón de oro con sus
casitas de cuento, además del peculiar cambio de guardia realizado en una gran
plaza.
Castillo del Barrio de Hradcany. Praga (1995) |
Vista Panorámica de Praga (1995) |
A partir de ese momento, mis vivencias en la ciudad se
encuentran desordenadas y las que quedan fluyen sin ningún tipo de orden, como
si de un rompecabezas se trataran. Una de las mejores sería cuando al tomarnos
nuestra primera cerveza en el barrio de Malá Strana, mi querida abuela diría de
muy mal humor, después del primer sorbo: - ¡puf, esta mierda está caliente! Su
cara no se me olvidará jamás y es que por aquel entonces era una tradición por aquí
tomarla templada para apreciar mejor su sabor. Pronto iba a descubrir si esto
había cambiado o no.
Tampoco puedo olvidar el maravilloso sonido que provenía del
interior de la iglesia Santa María de la Victoria y es que se encontraban dando
un concierto en su interior. Es aquí donde también pudimos ver el famoso niño
Jesús de Praga, motivo real de desplazarnos hasta aquí. Así que nos llevaríamos
dos por el precio de uno.
Y si hay dos símbolos en Praga que destacan por encima de
cualquier otro esos son, sin duda, el maravilloso puente de Carlos con sus las
preciosas estatuas barrocas que lo decoran y el famoso reloj astronómico de la
torre del ayuntamiento con sus muñecotes anunciando la hora, ello acompañado de
la bella iglesia de Týn y las casitas de colores que circundan la inmensa
plaza.
Ntra Sra de Tyn y plaza de la Ciudad Vieja. Praga (1995) |
Reloj del Ayuntamiento. Plaza de la Ciudad Vieja. Praga (1995) |
Y qué decir de sus tiendas repletas de marionetas de todo
tipo de tamaños y personajes, a la que no pudimos evitar sucumbir y hacernos
con dos de ellas o la obra de teatro negro a la que pudimos asistir con esos
objetos resaltados por sus colores fluorescentes mientras los hacían moverse en
medio del escenario en absoluta oscuridad, a la vez que una mujer desnuda
relataba una historia rocambolesca.
Y en aquellos días también tendríamos oportunidad de pasar
un día en la ciudad balneario de Karlovy Vary, por donde caminamos ensimismados
por la belleza del entorno con aquellas casitas de colores que parecían sacadas
de un cuento infantil. Todo mientras bebíamos cuidadosos sorbos de agua
caliente medicinal que contenían las peculiares mini jarritas de porcelana que
vendían en cada rincón de la ciudad.
Balneario de Karlovy-Vary (1995) |
Balneario de Karlovy-Vary (1995) |
Dicen que Praga tiene algo misterioso, algo mágico. A lo
mejor esa es la razón por la se han esfumado el resto de recuerdos de mi paso
por ella. Y aunque hasta hace poco me conformaba con los que acabo de relatar,
ahora ya no era suficiente, por lo que no me quedaba otra que regresar en busca
de los que se me perdieron.
Este nuevo viaje a punto de comenzar, he decidido separarlo
en tres diarios diferentes, ubicando cada uno en su correspondiente país y
pestaña, pues creo que es más práctico en cuanto al orden y consulta, aunque
haré referencia al principio y al final de cada uno de cómo se van enlazando
unos destinos con otros, como ya hice en otras ocasiones.
Así que sin más preámbulos comienzo aquí mi nuevo viaje que
me iba a llevar en primer lugar a reencontrarme con Viena después de 22 años de
mi primera estancia en la capital austriaca.
En esta ocasión la compañía elegida para volar iba a ser la
ya tradicional Iberia y es que en esta ocasión no tenía competidora posible en
cuanto a precios se refiere. Todas las demás compañías que miré se encarecían
considerablemente con respecto a esta y es que la elección que había hecho de
sacar un vuelo combinado era algo que se notaba a la hora de comparar precios.
Porque, efectivamente, así era, había optado por volar a Viena y regresar a
Madrid desde Praga, no teniendo que volver a retornar al lugar de origen, lo
que me iba a permitir poder disfrutar un día más de mi último destino. El
precio que conseguiría, a mi parecer, no estaría nada mal, pagando por ambos
trayectos, ida y vuelta, 171 euros.
El hecho de contar ya con la jornada intensiva me iba a
permitir salir con tranquilidad del trabajo y pasar por casa a recoger la maleta,
pudiendo incluso echarme una ligera siesta reponedora que me haría empezar con
mucha más vitalidad este viaje que otros anteriores.
El avión despegaría a las 19:40 en punto, por lo que en tres
horas justas estaba aterrizando en el aeropuerto de Viena. Nada más salir del
espacio restringido para pasajeros, mi primer objetivo sería buscar el
mostrador de AirportDriver donde tenía que recoger la Vienna Pass, es decir la
tarjeta que me iba a dar derecho, a partir de mañana, a poder entrar en gran
parte de los monumentos de la capital austriaca de forma libre. La compra de la
misma la haría por su página web https://www.viennapass.es/vienna-pass-prices.php?lang=s
, con la que ahorraría un 10%, saliéndome al final por 89,10 euros para tres
días. (También tienes para uno, dos y seis días). Una vez que realizas el pago,
te envían un voucher a tu dirección de correo electrónico, siendo este el que
presentas en el mostrador de la empresa en la que me encontraba. Todo sería
rápido y sencillo, me entregaría el pase, un pequeño libro con todos los
lugares a los que se puede acceder y varios mapas y planos. Como siempre si me
saldría o no rentable, es algo que se irá viendo a lo largo de los siguientes
capítulos, aunque como siempre digo con este tipo de pases es fundamental hacer
una planificación previa y ver si va a dar tiempo a entrar en los lugares
previstos en base a sus horarios.
Viena Pass |
Con esta primera gestión realizada, ahora sí, que me
dirigiría a tomar el S-Bahn el tren que enlaza con el metro de Viena. Me
costaría 3,90 euros y es la opción más barata para desplazarse en transporte
público desde el aeropuerto hasta el centro. También se puede tomar el autobús
aunque cuesta 8 euros y un tren expreso llamado CAT que cuesta 12 euros.
Es en la estación Wien Mitte, donde hay que hacer el
transbordo al metro, donde cogería la línea U4 en dirección Huetteldorf, bajándome
en la estación Kettenbruckengasse, donde caminaba cien metros y llegaba hasta
el hostel que iba a ser mi alojamiento durante mi estancia en Viena. Este se
llamaba Wombats City Hostel y se encuentra en frente del famoso mercado
Naschmarkt, estando bastante céntrico y pudiendo llegar caminando desde él a
todos los lugares de interés, sino y como se ha visto, el metro está al lado
por lo que también se puede tomar este.
Optaría por una habitación compartida de tres personas,
saliéndome a 32 euros la noche. Las habitaciones son amplias y limpias, con baño
privado, no teniendo que salir de la habitación. Tienes varios enchufes,
taquillas muy amplias para meter la maleta de mano con tarjeta magnética como
llave y el desayuno se puede tomar por 4,5 euros. También cuenta con un pub
para poderte tomar algo si te apetece.
Me atendería una chica que hablaba castellano, por lo que no
tendría que esforzarme lo más mínimo para entenderme. Así que todo sería muy
rápido. En la habitación me tocaría una pareja danesa de lo más discreta y muy
tranquila, con la que tampoco hablaría mucho.
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