En apenas una mañana dejaría
atrás las medinas, los cánticos de las mezquitas llamando a la oración, las
chilabas y los velos, los minaretes, los olores de las especias, las vistas
nevadas del Atlas y tantas sensaciones increíbles que este viaje me había
aportado.
La cuenta atrás para volver al
mundo occidental había comenzado y quería aprovechar al máximo las pocas horas
que todavía me quedaban para caminar por el característico suelo rojizo de
Marrakech.
En esta ocasión me iba a decantar
por lugares que invitan a la tranquilidad y al paseo y que se salen de la
locura de la medina y del ajetreo constante de las calles de la ciudad.
Pero antes de todo ello no podría
evitar parar a desayunar en una cafetería cercana al Riad, pues aunque el
desayuno estaba incluido no se servía hasta las 08.30, y me parecía muy tarde
para ponerme en marcha. Me tomaría un zumo natural de naranja y fresa y un
bollo de chocolate (12 dírhams).
Tras ello, atravesaría, una vez
más, la ahora desierta plaza Jemaa el Fna, y me plantaría delante de la
mezquita de la Koutoubia, para contemplar, otra vez, la imponente silueta de su
torre. Justo detrás de ella se encuentran unos apacibles jardines, del mismo
nombre que el edificio religioso, por los que iba a llevar a cabo el primero de
los paseos que tenía pensado para hoy. Sin duda lo mejor de este lugar es la
combinación de las enormes palmeras, por las que te encuentras rodeado, con las
diferentes perspectivas que se tienen del emblemático minarete.
Mezquita de La Koutoubia |
Jardines de La Koutoubia |
El lugar lo abandonaría por la
salida contraría por la que había entrado, encontrándome muy cerca, cruzando la
calle, el mítico Mamounia, un palacio legendario, convertido en hotel, que ha
sido frecuentado por personajes de renombre mundial como Winston Churchill,
Richard Nixon y Orson Welles.
Hotel La Mamounia |
Quería entrar a tomarme un té con
menta y así poder disfrutar de sus mosaicos esmaltados y los cielorrasos del
Gran Salón, entre otros muchos detalles, y aunque había oído que se exigía
vestimenta correcta, jamás pensé que el grado de estupidez de los guardias de
seguridad, que deciden si puedes o no pasar al recinto y por tanto a la
cafetería, llegara a unas dimensiones tan grandes. Iba con unos vaqueros, una
camiseta y una sudadera, hasta aquí no hubiese habido problema alguno, pero
cuando se fijaron en mi calzado y vieron que llevaba unas playeras, me dirían
que de esa manera no podría pasar, que si quería hacerlo tendría que volver con
unos zapatos, así que nada, estaba claro que serían ellos los que se tomarían
el té o lo que les diese la gana.
Pero ahí no acabaría la cosa con
estos impresentables y es que cuando volví a cruzar la calle para hacer una
fotografía del conjunto del hotel, uno de los gorilas cruzó corriendo detrás
mía para supervisar la manera en que llevaba a cabo la toma. Vamos, ni que se
tratase del palacio del rey marroquí. Así que como se puede ver este lugar es
el paraíso del elitismo, los snobs y los sibaritas, así que poco recomendable
para la gente normal.
Unos metros más adelante y
lindando con la Maumonia, me encontraba con Bab el Jdid, una de las puertas más
frecuentadas de la Medina y punto de partida de un florido paseo a lo largo de
las murallas mejor conservadas. A decir verdad, hoy es un enorme boquete que
separa dos partes de la muralla y el punto de inicio o final, según se mire, de
la enorme avenida de la Ménara que te lleva hasta los conocidos jardines. Mi
idea en un principio era llegar hasta ellos caminando, pero teniendo en cuenta
que el tiempo era oro en esta mañana, al final optaría por coger un taxi (7
dírhams), que me dejaría en la misma puerta del recinto.
Murallas de La Medina |
Otro de los lugares en Marrakech
que inspiran calma, paz e invitan a la meditación son sin duda los jardines de
la Ménara, donde dedicaría otra buena parte de mi escaso tiempo.
En el siglo XIX los Almohades
erigieron en este lugar un armonioso pabellón con un gran estanque rodeado de
un amplio jardín plantado de olivos. Todo ello vigilado por la imponente
silueta del macizo del Atlas. Sin duda, un lugar privilegiado al que acuden los
habitantes de Marrakech, para pasear en familia, estudiar o cortejar a sus
novias. Yo no sería menos que todos ellos y me dedicaría a rodear el inmenso
estanque, que sirve de depósito para el riego de las 90 Ha de olivares que lo
circundan. Su sistema hidráulico, el mismo desde hace 700 años, capta el agua
de las montañas y la conduce a través de 30 km.
Jardines de La Ménara |
Es un rincón mágico con el que
disfrutaría muchísimo y es que parece mentira que algo tan sencillo pueda tener
tanto encanto. Parte de culpa lo tiene también el ya mencionado Pabellón que
construiría en 1866 el soberano alauita Moulay Ab der- Rahman para vigilar el
horizonte y que se refleja en las aguas del embalse. No dudaría en pagar los 10
dírhams que cuesta la entrada para subir hasta su piso superior y ser testigo
de aquello, además de poder hacerme una idea de las sensaciones que tenían los
sultanes, al ser este el punto de encuentro de sus citas amorosas. Por cierto
que se comenta que uno de ellos acostumbraba a arrojar al agua, cada mañana, a
la que lo había conquistado la noche anterior.
Jardines de La Ménara |
Jardines de La Ménara desde su Pabellón |
Jardines de La Ménara desde su Pabellón |
A la salida no dudaría en volver
a tomar un taxi para llegar lo más rápido posible hasta el Jardín Majorelle.
Sería este el último momento desagradable del viaje, por lo que tampoco puedo
quejarme del carácter marroquí ya que como se ve fueron dos o tres hecho
aislados. En esta ocasión y, como siempre procedía, pactaría el precio del
trayecto con el taxista antes de montarme en el vehículo. Quedamos en que me
cobraría 10 dírhams, pero al llegar a la puerta de los jardines me encontraría
que el caradura me quería cobrar el doble de lo convenido, señalándome para
ello el taxímetro que, casualmente, había activado. Me saldría del alma una
pregunta: ¿por qué me has mentido? A lo que su reacción fue una serie de frases
en árabe y gritando que tengo que reconocer que me asustaron un poco. Así que cogí los 20 dírhams que me pedía, se los
tiré al asiento de delante y salí pitando de allí. Afortunadamente no salió
detrás de mí.
Mi sorpresa al llegar a las
taquillas del Jardín Majorelle es que había una fila de campeonato y toda ella
compuesta por extranjeros. Sin duda que era el lugar donde más europeos había
por metro cuadrado de todos los sitios en los que había estado. Tendría que
esperar casi veinte minutos hasta que llegó mi turno para sacar la entrada.
Compraría la conjunta del Jardín con el museo Beréber, costándome 100 dírhams (70
del jardín y 30 del museo). Como se ve lo más caro que pagué y precio
totalmente europeo.
Este lugar encantador fue creado
por el pintor Francés Jacques Majorelle, que se estableció aquí en 1922. Su
jardín se compone de palmeras, cactus, papiros, nenúfares y un sinfín de
plantas exóticas. Además te encuentras con varias fuentes y estanques de loto,
que acompañado del canto de los pájaros, hace que te encuentres en un nuevo
oasis en la ciudad.
Jardín Majorelle |
Jardín Majorelle |
Jardín Majorelle |
En el corazón de esta vegetación el
artista construiría su taller y vivienda, caracterizada por llevarse a cabo con
un diseño art decó y ser pintada de un azul brillante e intenso.
Taller - vivienda del Jardín Majorelle |
Tras la muerte del pintor,
pasaría por varias décadas de abandono hasta que en 1980 el famoso diseñador
francés Yves Saint Laurent y un amigo suyo, comprarían y restaurarían todas las
instalaciones, siendo uno de sus lugares preferidos para pasar largas
temporadas.
Aunque entraría con ciertas
reservas, tengo que reconocer que al final no me defraudaría en absoluto, pues
cualquiera de sus rincones es un lujo para la vista.
Jardín Majorelle |
Jardín Majorelle |
Jardín Majorelle |
El museo Beréber tampoco me
decepcionaría, pues la colección reunida por Yves Saint Laurent muestra la
creatividad del pueblo más antiguo del norte de África: puertas decoradas,
alfombras, joyas, cinturones, tejidos y hasta 10 trajes diferentes de la manera
de vestir de esta cultura.
La visita al recinto la
terminaría con lo que llaman Galería Love, un pequeño lugar donde se exponen
los posters collage que el diseñador enviaba al final de cada año a sus seres
queridos y clientes habituales. Todos se inspiraban en la palabra “Love” y fue
una costumbre que llevaría a cabo durante más de treinta años.
Galería Love.Jardín Majorelle |
Salía de este último lugar casi a
las 13.40, por lo que poco más podía visitar, sólo tendría tiempo ya de
admirar, pues me pillaban de camino hacia el Riad, la puerta Bab Doukkala,
flanqueada por dos grandes torres y antaño un puesto de peaje muy frecuentado
y, por último, la mezquita, del mismo nombre que la puerta, con un esbelto
minarete con magníficas molduras sobre fondo verde.
Puerta Bab Doukkala |
Mezquita Bab Doukkala |
Llegaba a recoger la maleta al
Riad a las 14.30, me despedía de mi anfitrión y atravesaba, ahora sí, por
última vez, la enorme plaza Jemaa el Fna, que tantos buenos momentos me había
hecho pasar, para dirigirme a las paradas de autobuses que se encuentran en uno
de los sectores de esta. Allí cogería el autobús número 19 que es el que te
lleva al aeropuerto, tras pasar por modernos barrios como el de Guéliz.
Tardaría no más de media hora en
llegar, por lo que pasadas las tres ya estaba en el aeropuerto de Ménara. Mi
vuelo no salía hasta las 17.30 pero el motivo por el que llegaría tan temprano
sería por un mail recibido de la compañía Ryanair donde se recomendaba estar
tres horas antes de la salida de tú vuelo como consecuencia de las medidas de
seguridad que se habían establecido tras los atentados en el aeropuerto y el
metro de Bruselas.
Efectivamente tampoco me sobraría
mucho tiempo, pues ya en el mismo acceso al edificio la policía me estaba
pidiendo el billete de avión. Luego cambiaría los dírhams que me habían sobrado
a euros y, aunque no tenía nada que facturar, me hacían pasar por los
mostradores de la compañía para ponerme un sello de autentificación de mi
billete. Las colas que tuve que aguantar para hacer esas gestiones, unidas a
las propias de los controles de seguridad, más exhaustivas, si cabe, que las
que normalmente se llevan a cabo, harían que sólo tuviera media hora antes de
embarcar, la cual aprovecharía para comprarme un bocadillo y una fanta para
saciar un poco el hambre que tenía.
El avión saldría en hora y a las
20.30 estaba aterrizando en el aeropuerto de Barajas, tras haber sido un
auténtico éxito mi primera aventura en solitario por el continente africano.
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