CANADA - DIA 07. La Mauricie National park

6 de Julio de 2012.

El Parque Nacional de La Mauricie  se encuentra a medio camino entre Montreal y Québec. Los sinuosos montes Laurentides, de los más antiguos del mundo, una inmensa sucesión de bosques de coníferas, ríos turbulentos, solitarios lagos de aguas gélidas, una fauna desbordante, múltiples senderos para perderte durante días entre la vegetación, son entre otras muchas cosas lo que ofrece este parque, a quien quiera conocerlo y nosotros por supuesto que queríamos, al menos sentir la esencia del mismo durante lo que una jornada diera de sí.

Así que para allá que nos dirigimos, nada más desayunar, para en tan sólo 30 km, plantarnos en el centro de visitantes de la entrada oeste, St. Mathieu. Existe otra entrada en St. Jean des Piles, pero en cualquier caso, ambas están conectadas por una carretera interior, que atraviesa el Parque, de unos 60 km.

Lo primero que haríamos, dado que este sí que es un Parque Nacional en toda regla y por tanto gestionado por el servicio de Parques Nacionales de Canadá, sería sacar el pase anual que te permite entrar en todos los parques regentados por el gobierno canadiense. A nosotros nos iba a salir rentable, dado que íbamos a visitar unos siete de estos en nuestra estancia en el país. Nos costó 136,40 dólares y era el llamado pase familiar. Si vas a visitar menos parques lo mejor es hacer cuentas y valorar si merece la pena o no, sacar el anual.
Hoy iba a ser uno de esos días especiales que hacen que el viaje se salga un poco de lo habitual y te permita vivir una experiencia totalmente distinta a lo que llevábamos hecho hasta ahora.

Quería sentirme como uno de esos pioneros que remontaban el río San Lorenzo con sus canoas o como uno de esos cazadores de castores que trapicheaban con los indios, montados en sus embarcaciones. Para ello nos dirigimos hasta el embarcadero superior del lago Wapizagonke, donde íbamos a alquilar una de estas canoas tradicionales y con ella empezar a navegar por uno de los lugares más grandes del parque. Existe otro embarcadero en la parte inferior, pero con perspectivas no tan impresionantes como desde este punto, según me dijeron en el punto de información. El alquiler nos costó 25 dólares los tres por cuatro horas, incluyendo en el precio los chalecos salvavidas y un kit de emergencia por si pasa algún imprevisto.


Embarcadero del Lago Wapizagonke


Ya con todo listo, empezó la aventura, nos montaríamos los tres en la canoa, distribuidos dos en cada uno de los extremos y otro en el centro de la misma. Lo ideal es ser sólo dos, pero vamos tampoco es ningún incordio así, lo único que pesa más y cuesta más moverla. Hicimos un poco de fuerza para que entrara totalmente al agua y ¡Joder!, aquello se movía y se tambaleaba que daba gusto, parecía que íbamos a volcar en cualquier momento, por más que tratábamos de estar quietos y mantener la calma. Comenzamos a remar despacio, sin casi mover los párpados y nada que la canoa de los huevos seguía con esa inestabilidad tan característica de ella, por lo que unos metros más adelante, dije que nos diésemos la vuelta, que nos volvíamos a la orilla, lo cual conseguimos en unos minutos, pues nuestro manejo de los remos tampoco es que fuera muy profesional. Ya por fin en la arena, la cual casi me faltó besarla, cogí las mochilas con las cámaras, llaves, móviles y demás y me lo llevé todo para el coche, donde lo dejé y cogí una bolsa hermética que tenía allí y la cámara más antigua de las dos que traía y volví a la pequeña playa donde mis amigos me  estaban esperando con unas caras llenas de ilusión desbordante por volver a empezar, ji, ji, ji.

Tengo que reconocer que el gran acojone que corría por mi interior en el primer intento, era sobre todo por el miedo a volcar y que todos los aparatos electrónicos que llevábamos, acabaran mojados, especialmente mis preciadas fotografías, por lo que la cosa iba a cambiar al menos en cuanto a serenidad se refiere, en la nueva intentona. El comienzo volvió a ser igual de patético que el primero de los intentos, pero bueno, al menos con la tranquilidad, en mi caso, de que ya sólo tocaba refrescarse si volcábamos. Otros tenían otro tipo de miedos, muy lícitos y respetables, pues cada uno es un mundo. Nos empezamos a adentrar poco a poco en aquellas oscuras aguas, evocadoras de las mejores novelas de terror y dejado a la mente de cada uno lo que pudieran esconder bajo las maderas de nuestra pequeña embarcación.


Navegando en Canoa por el Lago Wapizagonke

Según íbamos remando, la confianza se iba asentando en nosotros y la estabilidad de la barca cada vez era mayor, por lo que era señal que, por fin, nos estábamos haciendo a ella, y por fin era tiempo de disfrutar del entorno inconmensurable que teníamos a nuestros cuatro costados. Remábamos otro poco y parábamos, así durante varias veces, para deleitarnos con aquella situación en la que nos encontrábamos, en medio de un lago inmenso rodeados por una naturaleza desbordante y emulando a los antiguos pobladores de estas tierras.


Lago Wapizagonke

Y así después de recorrer una buena distancia, llegaríamos hasta una pequeña playita en la mitad del lago, donde haríamos una parada de descanso. Aquí aprovecharía para darme un breve chapuzón, pues el tiempo invitaba a ello y me hacía ilusión el poder bañarme en un lago canadiense. Y sí efectivamente fue breve, porque cada vez que asomaba un poco el cuerpo, había unas moscas como aviones de grandes, que las cabronas, mordían como leones y se te posaban de tal manera que no se despegaban ni con agua caliente, ¡qué asco!


Playa del Lago Wapizagonke

Continuamos remando hacia la otra parte del lago, ya que era inmenso, durante otras dos horas y media, por lo que ya íbamos camino de las casi cuatro horas, disfrutando del paisaje y haciendo nuevas y pequeñas paradas en aquellas misteriosas aguas, dejándonos llevar por las pequeñas corrientes y suave brisa que empezaba a levantarse y asimilando en todo momento tantísima tranquilidad y belleza que teníamos a nuestro alrededor. De esta manera llegaríamos, agotando casi todo el tiempo que teníamos contratado, hasta la orilla y el embarcadero, contentos de haber vivido esta experiencia, llena de sobresaltos al principio, pero tan satisfactoria en cuanto cogimos el truco a la canoa.


Navegando en Canoa por el Lago Wapizagonke

Lago Wapizagonke

Con una sonrisa de oreja a oreja volvimos de nuevo al coche y continuamos la conducción por el interior del parque, parando dos veces más para hacer dos pequeñas rutillas: una de 400 metros para poder ver el lago Ecarte y otra de 500 metros para contemplar el lago du Fou, siendo esta segunda más bonita que la primera, para mi gusto.


Lago du Fou

A punto de salir del parque, haríamos una última parada en el centro de visitantes de St. Jean des Piles, para ver unas salas divulgativas sobre la naturaleza, la fauna y los secretos mejor guardados de la zona. Está entretenido porque puedes escuchar los distintos sonidos que hacen los pájaros, te cuentan la historia del Parque Nacional y te hacen involucrarte un poco en el funcionamiento de este interesante ecosistema.

Pero todavía nos quedaría una última sorpresa antes de despedirnos de este increíble lugar. Nada más y nada menos que ver a varios zorros antes de salir del Parque. No tenían ningún miedo y no huían por mucho que varios vehículos paramos y nos bajamos de estos para fotografiarles. Parecía mentira tenerles tan cerca y a tan poco metros y es que no nos olvidemos que este es su hogar y nosotros somos los extraños y eso es algo que tienen muy claro los canadienses a la hora de gestionar su naturaleza.

Zorros cercanos al Centro de Visitantes

Ahora sí, después del día tan bien aprovechado que llevábamos, eran ya las 19.00, nos pusimos rumbo a Quebec, acompañados durante buena parte del recorrido, por una tromba de agua descomunal, parecía el diluvio universal, menos mal que nos pilló ya en el coche, así que más oportuna, imposible. Después de dos horas y unos 180 km, llegaríamos a nuestro hotel, el Auberge du Litoral, que se encontraba como a unos 5 km del centro histórico, ya que los precios allí están por las nubes. Muy cerca, cenaríamos unas hamburguesas en uno de los múltiples restaurantes que había, el Normandín (20 dólares por persona), y nos marcharíamos a descansar.

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