JAPÓN - DIA 21. Himeji - Okayama - Hiroshima

11 de Septiembre de 2015.

Tan sólo me quedaban dos días para abandonar el país del sol naciente. Es increíble lo rápido que pasa el tiempo, cuando uno está disfrutando y haciendo lo que más le gusta. No quiero ni pensar lo que debe ser poder estar constantemente dedicado a ello y sin tener que soportar uno de los grandes enemigos del viajero como es el tiempo y el estar siempre limitado para ver este u otro lugar. Mirándolo por el lado bueno, por lo menos, puedo ir conociendo el mundo poco a poco, aunque sea de forma espaciada y año tras año, algo de lo que me siento muy afortunado, aunque no sea de la forma que más me gustaría o en las épocas más idóneas para conocer muchos lugares. Mientras tanto habrá que conformarse con lo que se tiene.

Y dejando de irme por las ramas, ya comentaba en algún lejano capítulo que para hacer planes milimétricos y que te cuadre todo a la perfección,  Japón es el lugar idóneo. Teniendo esto en cuenta, hoy era otro de esos días en que todo tenía que salir bordado para cumplir con todos los planes previstos, así que a ellos que íbamos levantándome, para variar, bien temprano y así poder tomar el shinkansen  Hikari que partía a las 07.20 para mi primer destino de hoy: el castillo de Himeji. Por supuesto, que el billete seguía estando incluido en el Japan Rail Pass.

Sólo serían necesarios 44 minutos para plantarme en aquella estación, una hora antes de la apertura al público de la fortaleza. El motivo no era otro que intentar solucionar el tema del equipaje. Hoy era la primera vez en todo el viaje que me encontraba con el pedazo maleta y otra bolsa y, en principio no tenía ningún lugar para poder dejarlos, lo que suponía un gran problema para poder realizar las visitas previstas.

El tema de la bolsa lo solucionaría casi en el acto y es que cabía perfectamente en una de las cientos de taquillas que te encuentras en cualquier estación. Me costaría 300 yenes. Sin embargo, el tema de la maleta ya sabía yo que no iba a ser tan fácil, pues efectivamente no cabía en ningún espacio habilitado para equipajes. Así que visto lo visto me fui a la puerta de la oficina de turismo que estaba al lado y esperé a que llegara el primero de sus empleados para pedirle ayuda. A las 08.30 aparecería una chica a la que abordé y la conté el problema. Me pediría que esperase cinco minutos, pasados los cuales llegaría una señora, con mucha menos cara de hacer amigos que la muchacha, para comunicarme, cómo no, educadamente, que no se podían hacer cargo de ningún equipaje. Le insistí hasta en tres ocasiones y en las tres obtendría siempre el no como contestación, eso sí, con una sonrisa siempre en su boca. Pero a la cuarta, por lo menos, conseguiría sacarla de sus casillas y ver una cara mustia y desagradable que me decía, de nuevo, que no y me hacía una cruz con ambos brazos, señal inequívoca de que se acabaron los buenos modos. Se dio la vuelta y se metió en la oficina.

Con cara de tonto, me quedaría allí un rato, hasta que la chica joven volvería a salir y me diría que lo intentara en las taquillas del castillo, que había mucha gente que iba para allá con maletas, así que no me quedaba otra por mucho incordio que supusiera. Era la primera vez que podía vivir en mis carnes lo estricto en las normas japonesas y lo inflexibles que son y no me gustó nada la experiencia.

Así que me dirigí  a coger uno de los mucho autobuses que te llevan en cinco minutos hasta la entrada del recinto de la fortificación y como era de esperar la maleta no entraba por el hueco existente entre la puerta y el conductor, teniendo la mala suerte que no había puerta trasera. Intenté levantar yo sólo el equipaje, pero pesaba demasiado, hasta que cuando al conductor ya se le empezaba a ver agobiado por el tiempo que le estaba haciendo perder, un señor se levantó y me ayudó a levantar la maleta y colocarla al final del autobús. Le hice no sé cuántas reverencias y esperé a que llegáramos a nuestro cercano destino, donde me volvería a ayudar, la misma persona, a bajarla del vehículo.

Después de la vergüenza y el espectáculo que había montado, ya me quedaba menos para saber si me comería definitivamente o no, la puñetera maleta.

Otra de las mejores cosas del país es que sus habitantes tienen perfectamente claro que lo que no es de uno no se toca, por tanto son acérrimos enemigos de los bienes ajenos. Esto era un ventaja como en un día como el de hoy, pues pude ir dejando la maleta donde me apetecía y, sin preocuparme por ella, fui haciendo las fotos que quería.

Castillo de Himeji o de la Garza Blanca

Una vez superadas las murallas iniciales, seguiría cargando con el bulto hasta las mismas taquillas, donde se confirmaría que, por fin, podría ver la luz, pues aquí se obliga a todo el mundo que lleve bolsos voluminosos o maletas a dejarlas en las taquillas respectivas y para las que no caben, como era mi caso, se habilita una consigna donde meterlas por el módico precio de 300 yenes. Por fin me deshacía del muerto y podía comenzar a disfrutar, de verdad, de otros menesteres.

Con tanta historia se me había olvidado comentar que hoy era el primer día que el cielo amanecía resplandeciente, completamente azul y sin una nube. Cuantos días me había costado tener una visión semejante, cuantos. Así que a pesar del coñazo que me había dado la maleta, estaba bastante contento por el día tan bueno que me iba a acompañar.

Tras cinco años de restauración, de encontrarse tapado por andamios y de estar cerrada al público más de una zona, el 27 de Marzo de este mismo año se producía la nueva apertura del castillo de Himeji, con un lavado completo de cara y resplandeciendo más nunca. Su visión se aprecia desde nada más salir de la estación, en la lejanía, y la imagen es soberbia y grandiosa. Allí estaba uno de los iconos de Japón esperándome para ser descubierto y casi a punto de empezar a volar y es que la combinación de fachadas y tejados dan la apariencia de una garza a punto de emprender su vuelo, de ahí que a los japoneses les guste más llamarlo el castillo de la Garza blanca.

Castillo de Himeji o de la Garza Blanca

La entrada sería la más cara que pagaría en cualquier recinto del país, costándome 1000 yenes, pero me imagino que tendrán que amortizar de alguna manera la gran inversión realizada a lo largo de todos estos años.

Himeji es de las pocas estructuras de madera originales que se conservan en Japón y es por ello que su importancia y belleza inigualable destacan por encima de otros muchos lugares. Ello es consecuencia de los bombardeos que sufrieron muchas fortalezas japonesas durante la II Guerra Mundial por parte de los aliados, lo que haría que muy pocas de estas llegaran hasta nuestros días, razón de más para ser declarado Tesoro Nacional y Patrimonio de la Humanidad.

La fortificación cuenta con más de ochenta edificios con sistemas defensivos, una altura de 26 metros en su parte más alta, un perímetro de murallas de cinco kilómetros y puede resistir gran parte de desastres naturales tales como terremotos  o incendios gracias a cómo fue construido.

Castillo de Himeji o de la Garza Blanca

Visto desde fuera el torreón principal parece tener cinco pisos, pero el interior revela una estructura con siete pisos, seis por encima del suelo y uno como sótano. Su diseño permitiría que nunca fuese doblegado, pues estaba pensado para desorientar al enemigo y que los invasores fueran cayendo en constantes trampas y obstáculos que les llevaran al agotamiento y la desorientación, por lo que era un auténtica trampa mortal para todo aquel que osara desafiarlo.

Accediendo al Castillo de Himeji

La verdad que me costaría llegar hasta la entrada de su gran torre principal, pues son tantas las perspectivas maravillosas que se tiene de ella que es muy complicado no andar parándote, una y otra vez, para admirarla y hacerle fotografías desde todos los ángulos posibles.

Accediendo al Castillo de Himeji

Dentro de ella, y como no podía ser de otra manera, te obligan a descalzarte y a transportar tus zapatos en una bolsa de plástico, mientras vas subiendo por cada piso interior, construido completamente en madera, y acompañado, en todo momento, del crujir constante de los suelos que, con nuestras pisadas, originábamos todos los allí presentes.

Interior del Castillo de Himeji

Y así y tras atravesar la gran mayoría de plantas diáfanas, llegaba hasta el último piso desde el que se pueden contemplar unas increíbles vistas de la plana ciudad de Himeji y de varios kilómetros a la redonda más e incluyendo, por supuesto, los destacables tejados de color gris y su entramado de tejas, que crean una perfecta combinación con las fachadas blancas de sus muros. También destaca aquí un pequeño altar sintoísta en el que muchos de los japoneses que iban llegando realizaban sus ofrendas y peticiones.

Himeji desde su Castillo

Himeji desde su Castillo

Pequeño Altar en el Castillo de Himeji

Tras bajar todo lo subido, volvería a salir al exterior y seguiría las indicaciones del circuito para perderme por un laberinto de jardines y fosos desde los que se podían tomar nuevas e increíbles fotografías de la torre principal.

Castillo de Himeji o de la Garza Blanca

Castillo de Himeji o de la Garza Blanca

Castillo de Himeji o de la Garza Blanca

Sería aquí donde terminaría mi visita a esta joya de Japón, pues mi viaje debía continuar, así que tras recoger mi equipaje de la consigna del castillo, volvería andando hasta la estación, pues no quería montar otro espectáculo en ningún nuevo autobús.

Por cierto que se me olvidaba comentar que el castillo lo cerraban a las 17.00, pero desde una hora antes ya no se permiten nuevas visitas. Hay también una entrada combinada para visitar otros jardines contiguos y que vale 1040 yenes, pero de la que prescindiría por falta de tiempo. Yo estaría visitando la fortaleza dos horas y cuarto y sin recrearme demasiado, por lo que si vas con algo de tranquilidad te puedes tirar fácilmente toda la mañana.

Y decía que tenía que regresar a la estación porque a las 11.45 partía el shinkansen Hikari con destino a la ciudad de Okayama, lugar donde se encuentran uno de los tres jardines más increíbles y hermosos de todo Japón y que no quería perderme por nada del mundo. Eran los llamados jardines Korakuen.

Tendría muchísima suerte en coger el tren bala, pues llegaba al andén a las 11.43, sólo dos minutos antes de la partida del mismo. Pero, aunque es cierto que hay nuevas opciones cada poco tiempo, el caso es que este tren era clave ya que si lo perdía me hubiera descuadrado los planes que llevaba pensados para hoy y me hubiese quedado sin poder disfrutar de algún destino. (El trayecto estaba cubierto por el Japan Rail Pass)

A Okayama llegaría a las 12.20 y aquí todo sería mucho más fácil ya que en la oficina de información turística de la estación me comentarían que había un negocio de guarda equipajes voluminosos justo al lado de la sala de taquillas, por lo que estaba salvado, pues por 700 yenes dejaba allí la maleta grande y la otra bolsa.

Después tomaría el bus número uno (140 yenes) que te deja en diez minutos en la puerta de los jardines (400 yenes).

En 1687, Ikeda Tsunemasa, señor feudal de la época, ordenó iniciar la construcción de estos increíbles jardines, terminándose en 1700. Su aspecto original se ha conservado hasta nuestros días, a excepción de algunos ligeros cambios realizados por los sucesivos daimios que fueron gobernando en la región. El jardín sería utilizado como un lugar para entretener a importantes celebridades y también como spa de las clases altas, aunque las clases populares también podían visitarlos en días concretos. En 1884, la propiedad fue transferida a la prefectura de Okayama y los jardines se abrieron al público. El recinto sería objeto de grabes daños durante las inundaciones de 1934 y los bombardeos de la II Guerra Mundial, pero serían restaurados siguiendo las pinturas que se conservaban del periodo Edo. Se encuentran protegidos como Bien cultural histórico, para que puedan seguir disfrutándose por futuras generaciones.

Pasear por estas instalaciones me dejaría asombrado y, casi que podría afirmar, que serían uno de los jardines más espectaculares que pude ver, más incluso que los de Kanazawa, pero para gustos los colores.

Jardines Korakuen. Okayama

La sucesiva combinación de vastos jardines, praderas, estanques, casas de té, colinas, arroyos, que me iba encontrando a cada paso que daba y el hecho de que la perspectiva cambiara, según avanzara unos pocos metros, pareciendo unos jardines diferentes  según desde el punto desde el que los contemplaba, me dejarían profundamente enamorado de este lugar. Si a todo esto le sumo la visión general que pude obtener desde lo alto de la pequeña isla Naka-no-shima situada en el estanque Sawa-no-ike, el más grande de todo el recinto, los peces dorados que nadaban por las aguas del lago y que parecían sacados de un cuento de hadas y las vistas de otra pequeña laguna repleta de flores de loto, pues casi que salí de allí hipnotizado ante la sucesiva combinación de imágenes a cada cual más espectacular.

Jardines Korakuen. Okayama

Jardines Korakuen. Okayama

Jardines Korakuen. Okayama

Jardines Korakuen. Okayama

A la estación volvería de la misma manera que había venido hasta aquí y, al igual que en Himeji, llegaría por los pelos, al apurar al máximo el tiempo en este lugar.

Hiroshima sería el último destino de hoy y donde pasaría la noche. El Shinkansen Sakura (incluído en el Japan Rail Pass) me dejaba allí a las 15.25, tardando sólo 41 minutos. Me alojaría en el K´s House Hiroshima, de la misma cadena de alojamientos que había utilizado en Tokyo y Kyoto y, una vez más, no me decepcionó en absoluto, al contrario, me encantaría. Llegaría hasta él en taxi, el segundo que tomaba en el país y es que ya no podía más con el peso de los bultos. Por menos de cinco minutos me cobraría 610 yenes, que no era mucho y evitó que me quedara sin manos.

Las chicas de recepción fueron muy simpáticas y una de ellas estaba estudiando español por lo que estaría un rato contestando alguna de sus preguntas y bromeando con algunas expresiones que utilizaba. Tras esto dejaría el equipaje en la habitación de cuatro plazas que había reservado (2800 yenes) y, sin prisa pero sin pausa, me encaminaría a la zona de mayor interés de la ciudad. Para ello tomaría el tranvía número dos (también se puede coger el seis) (160 yenes), que me dejaría al inicio del Parque Memorial de la Paz, el lugar más importante de la ciudad.

 Sobre Hiroshima es casi imposible hablar sin repetir algo de lo que no se haya dicho ya, pero es cierto que cuando te encuentras en este lugar, el corazón se te encoge y te preguntas una y otra vez como el ser humano puede ser tan cruel. Nadie ignora el nombre de esta ciudad costera de la isla de Honshu, centro industrial estratégico durante la Segunda Guerra Mundial y que, la mañana del 6 de agosto de 1945 fue devastada en unos segundos por el primer bombardeo atómico de la historia. Imposible olvidar aquella imagen de un gigantesco champiñón radiactivo ascendiendo hacia el cielo y que, en sólo dos minutos alcanzó 10000 metros de altura, desencadenando una onda expansiva que lo arrasaba todo a su paso.

En el emplazamiento de la ciudad destruida – estaba construida esencialmente de madera – apareció una extensa llanura fangosa y pelada en la que emergían algunas construcciones de cemento y esqueletos de árboles calcinados. Las imágenes de los supervivientes atrozmente quemados, así como los futuros afectados por el cáncer, reflejaba la locura de un mundo en el que la ciencia ya no era sinónimo de progreso, sino de destrucción.

Y allí estaba delante del edificio más tristemente conocido de la ciudad: el Genbaku Domu-mae o Cúpula de la Bomba Atómica. Antes del desastre era una sala de promoción industrial y después del fatídico momento pasaría a ser una de las pocas construcciones que aguantarían el impacto que tendría lugar a apenas 150 metros de él. Hoy es el símbolo de Hiroshima que continúa implorando por la Paz Mundial, intentando concienciar de lo horroroso de las armas nucleares. En 1996 fue registrado en la lista de los Patrimonios de la Humanidad.

Cúpula Genbaku o de la Bomba Atómica de Hiroshima

Cúpula Genbaku o de la Bomba Atómica de Hiroshima

Cúpula Genbaku o de la Bomba Atómica de Hiroshima

Desde aquí me encaminaría por el puente que atraviesa el río Motoyasu hasta el corazón del Parque Memorial de la Paz, el cual está repleto de esculturas y memoriales que recuerdan a muchos de los grupos sociales que fallecieron en el desastre. Entre los más destacables pude ver el monumento por la Paz de los Niños Caídos en el que se rinde homenaje a todos los niños que fallecieron en el desastre  y hace referencia también a la historia de la pequeña Sadako Sasaki, que a la edad de 10 años la diagnosticarían leucemia y desde ese momento se propondría llegar a realizar 1000 grullas de papel, el símbolo de la longevidad, pero desgraciadamente no lo conseguiría. Una historia triste y emotiva que permite hacerse una idea de los sentimientos encontrados que te transmite este lugar.

También me encontraría con el Túmulo conmemorativo, que conserva las cenizas de las víctimas sin identificar; la Campana de la Paz, que se puede hacer sonar si se desea la paz mundial; el Cenotafio a las Víctimas Coreanas; el Farol de piedra de la Paz y otros muchos monumentos dedicados a diferentes gremios que perderían su vida en la ciudad.

Y así llegaría hasta el Cenotafio del Memorial, donde se recuerda a las víctimas de la bomba, y a la Llama de la Paz, la cual sólo se apagará cuando desaparezcan todas las armas nucleares en el mundo. Un lugar donde, al igual que otros muchos, sólo te invita a reflexionar y estar en silencio.

Parque Conmemorativo de la Paz.Hiroshima

Era este el momento en el que me disponía a afrontar la visita al Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, seguramente, uno de los lugares más duros que se pueden visitar, pero creo que necesario para ser consciente de las atrocidades cometidas en la historia y de adquirir una conciencia suficiente, para que todos pongamos nuestro granito de arena y no se vuelvan a repetir las mismas.

Museo de la Paz de Hiroshima

Este espacio me aportaría muchísima información que desconocía y me permitió salir de él con un conocimiento objetivo de lo que sucedió antes, durante y después del lanzamiento de la bomba atómica. Todo está perfectamente estructurado y se comienza la visita con una explicación de porqué Estados Unidos diseñó y lanzó la bomba atómica sobre Japón, para explicar posteriormente porque sería Hiroshima la ciudad elegida para el trágico desenlace. El motivo no era otro que se quería que los efectos del bombardeo atómico pudieran ser observados  con precisión, seleccionándose como blancos potenciales ciudades con un área urbana de por lo menos tres millas de diámetro, prohibiéndose así mismo, los ataques aéreos sobre esas ciudades. Se emitió una orden para lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima, Kokura, Niigata, o Nagasaki. Se pensó como primer alternativa en Hiroshima porque era la única de las cuatro ciudades blanco sin un campo aliado de prisioneros de guerra.

Después se muestran dos inmensas maquetas donde se puede ver la ciudad antes y después del suceso. Además se puede ver una muestra en tamaño real de la bomba que fue lanzada y a la que EE.UU conocía con el nombre “Little boy”.

Littel Boy.Museo de la Paz de Hiroshima

Maqueta Zona Cero.Museo de la Paz de Hiroshima

El recorrido sigue mostrándote pertenencias que la gente había dejado en sus lugares de trabajo, uniformes incendiados de alumnos, un triciclo abrasado, calzados de niños, persianas de hierro dobladas por la onda expansiva e incluso la sombra de una persona sentada en una piedra, siendo el lugar donde esta se encontraba de un color más oscuro que el resto del escalón, lo que significa que fue desintegrada en el acto por los efectos del calor. Cada uno de esos objetos representa el dolor, el pesar o la furia humanos, y con su silencio, nos advierten para que no permitamos que una tragedia igual se repita.

El desánimo según iba avanzando por las diferentes salas cada vez era mayor y más después de ver como una señora japonesa de edad media, se ponía a llorar desconsoladamente. Estaba siendo realmente dura la experiencia, pero aun así continué visitando lo que me quedaba como la lluvia negra en una pared blanca, compuesta de sustancias radioactivas e incluso partes humanas como dedos. También podría ver las cigüeñas de papel dobladas por Sadako en otra de las vitrinas.

Salí de allí con un nudo en la garganta y profundamente consternado, dirigiéndome a un banco que estaba al lado de la Fuente de la Oración, donde me sentaría y dejaría pasar el tiempo hasta que anocheció. No tenía ganas de gran cosa, por lo que me iría paseando por la ribera del río Motoyasu hasta llegar en frente de la Cúpula de la Bomba Atómica, donde me volvería a sentar y dejaría transcurrir, otra vez, los minutos.

Parque Conmemorativo de la Paz.Hiroshima

Cúpula Genbaku o de la Bomba Atómica de Hiroshima

Hacía la noche perfecta y algo más repuesto, empecé a proyectar en mi mente un sinfín de imágenes de lo que había sido este increíble viaje, desde la locura y modernidad de Tokyo a los templos legendarios de Kyoto, pasando por los santuarios budistas y los mil jardines de exquisita composición que había ido dejando en el camino. Había sido un viaje de tantos contrastes y todo había salido tan bien que la nostalgia por todo ello, mezclada con el sentimiento de tristeza que me había dejado el museo me sobrevino. Pasearía otro rato por la ribera del río, sin apenas un alma y bajo las increíbles estrellas que brillaban con más fuerza que nunca, decidí volver al hostal en el tranvía que cogí por la tarde y retirarme a descansar, pues no tenía hambre y mañana quería estar descansado para afrontar mi última jornada en Japón.

Tranvía de Hiroshima


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