Serían
aproximadamente las cinco de la madrugada cuando el despertador empezaría a
sonar, lo que marcaba el comienzo de un nuevo y largo día, aunque todavía ni
eso, para nosotros.
El motivo de
madrugar tanto no era otro que llegar a tiempo para coger el avión que salía
desde el aeropuerto de Baltimore en el estado de Maryland y que era la única
conexión posible en aquellos momentos para dirigirnos a nuestro siguiente
destino: las cataratas del Niágara.
Aunque se
encuentra en otro estado, es uno de los tres que posee la capital americana y
se utiliza mucho para vuelos nacionales. Se encuentra a 30 millas del centro de
Washington D.C, lo que vienen a ser unos cincuenta kilómetros, por lo que
conviene ir con mucho tiempo para evitar los temibles atascos que suelen
formarse en sus inmediaciones. Este no sería nuestro caso pues al ser tan
temprano, tardaríamos algo menos de una hora en llegar hasta él. En el trayecto
seríamos testigos de los inmensos y tupidos bosque que flanqueaban ambos lados
de la carretera y donde la espesura de la vegetación no permite ver más de un
metro hacia adentro de la misma.
El taxi nos
costaría 70 dólares y tampoco tendríamos mucho tiempo para desayunar unas
enormes muffins de chocolate, pues entre la facturación de las maletas y los
controles de seguridad, apenas nos sobrarían veinte minutos antes de embarcar
en el avión, el cual despegaría a las 08:20 en punto.
El vuelo de
la compañía U.S. Airways transcurriría con total normalidad y en una hora,
aproximadamente, estábamos aterrizando en el aeropuerto de La Guardia de Nueva
York, donde teníamos que realizar una pequeña escala para cambiar de avión, ya
que no había vuelos directos hacia Buffalo, nuestro destino final.
Para ser
sincero teníamos miedo de ir demasiado justos de tiempo y no confiábamos mucho
en los apenas quince minutos que daba la compañía para hacer el cambio de un
avión a otro, pero al final esta sabe perfectamente lo que se hace y la puerta
por la que salimos estaba en frente de donde volvíamos a embarcar, por lo que
no tuvimos ningún problema en poder llegar.
A las 10:05
volvíamos a despegar y tras otra hora y media aterrizábamos en el aeropuerto de
Buffalo, el más cercano a las famosas cataratas.
Entre el
desembarco, los controles y la recogida de maletas no estaríamos fuera de la
terminal hasta las 12:45. Una vez allí y tras preguntar e investigar un poco,
nos dirigiríamos a las dársenas de autobuses que hay en el exterior y allí tomaríamos
el de la empresa Coach Canadá (10 dólares por billete) que nos llevaría a la
parte canadiense que era donde teníamos nuestro alojamiento. El paso de la
frontera no se demoró demasiado, nos pedirían los pasaportes, harían las
preguntas de rigor y listo.
Lago Ontario camino hacia Canada |
Frontera Canadiense |
Había algo
de tráfico por lo que tardaríamos como una hora en llegar a la estación de
autobuses de la población Niágara Falls, donde tomaríamos un taxi que nos
dejaría en la puerta de nuestro hotel.
Elegiríamos
la zona canadiense como centro de operaciones dado que hay mucho más ambiente,
cuenta con más atracciones para los turistas y las panorámicas de las cataratas
son mejores. Además de poder desplazarte andando a todas partes sin necesidad
de tener que utilizar medios de transporte una vez en tú hotel. En Estados
Unidos, sin embargo, la zona de las cascadas está declarado parque natural y
debido a esto mismo todos los alojamientos se encuentran fuera del perímetro de
las mismas, por lo que no queda otra que tener que utilizar transporte para ir
y venir.
Dicho esto,
el hotel que elegiríamos para pasar las próximas cuatro noches sería el
“Imperial Hotel and Suites”, un hotel del que no cabe esperar demasiado. Sus
instalaciones son viejas y la limpieza es la justa. Las habitaciones son
amplias con una pequeña sala de estar con sofá, pero se ven bastante antiguas y
no les vendría nada mal una buena reforma. Lo mejor es, sin duda, su ubicación,
pues en unos minutos te plantas en todos los puntos de interés de los saltos de
agua y la avenida en la que está situado está repleta de restaurantes y
comercios. Nosotros elegiríamos esta opción al ser de lo más barato que
encontramos en el centro neurálgico de las cataratas, ya que el resto de
hoteles, algo más decentes, tenían precios desorbitados e imposibles de
afrontar.
Imperial Hotel and Suites |
Tras
descansar un rato y reponer fuerzas, después de tanto ajetreo acumulado,
saldríamos a la calle y recorrimos los pocos metros que nos separaban de
Clifton Hill, la calle estrella de la localidad donde se agrupan museos,
tiendas, el casino y edificios de lo más variopintos en cuyas fachadas se
muestran inmensos dibujos de cartón piedra anunciándote lo que se ofrece en
cada uno de ellos.
Clifton Hill |
Clifton Hill |
Clifton Hill |
Clifton Hill |
Salvo que te
quieras dejar una morterada de dinero en atracciones ciertamente absurdas lo
mejor es verlos por fuera y dirigirte hacia el motivo principal por el que uno
viene hasta aquí: las cataratas del Niágara, donde tras bajar una cuesta,
tendríamos la primera imagen de ellas.
El primer contacto
visual con ellas fue algo inolvidable y difícil de explicar con palabras. Cuando
uno se encuentra ante sí agua y más agua precipitándose al vacío en medio de un
estruendo infernal, que ahoga cualquier voz, y se desploma en el abismo
estallando contra el fondo, lo único que te sale es quedarte inmóvil e
incrédulo ante la fuerza de la naturaleza.
Cataratas del Niágara |
Cataratas del Niágara |
Nos
encontrábamos ante uno de los saltos de agua más increíbles y poderosos del
mundo y estábamos sobrecogidos y no era para menos pues las aguas que reciben
de cuatro de los cinco grandes lagos se lanzan desde una altura de veinte pisos
a un ritmo de 190 millones de litros por minuto, teniendo además casi dos
kilómetros de anchura.
Cuando
reaccionamos después de no sé cuánto tiempo hipnotizados, comenzaríamos a
caminar por el gran paseo desde el que continuamente se van observando las
cascadas y sin tardar mucho encontraríamos el acceso a la atracción estrella
del lugar llamada “Maid of the Mist”, un robusto barco con capacidad para 600
pasajeros que llega hasta la misma base de las cataratas que se encuentran más
al fondo de la garganta.
Una vez que
compramos nuestros billetes, descenderíamos un pasadizo en forma de caracol y
una vez a ras del agua procederíamos a embarcar en el gran bote, facilitándonos
los responsables unos chubasqueros azules, característicos del lado canadiense.
Cataratas del Niágara |
Rainbow Bridge desde Maid of the Mist |
Instalados
ya en su cubierta y tras posicionarnos en un buen sitio, el barco zarparía y
poco a poco se iría aproximando a las cascadas. Su visión es fantasmal, envuelta
por la neblina que forma el agua en suspensión. El bote se bamboleaba de un
lado a otro. Desde abajo, Horseshoe Falls, la catarata de la Herradura, es una
incesante cortina de agua, capaz de aplastar y destrozar la embarcación en un
instante, pareciendo esta un juguete. La gente grita, llora, se emociona,
nosotros entre ellos, los sentimientos surgen a flor de piel mientras acabas
empapado de la cabeza a los pies, aunque de esto casi ni te enteras al estar
absorto ante este prodigio natural.
Cataratas del Niágara desde Maid of the Mist |
Cataratas del Niágara desde Maid of the Mist |
Maid of the Mist y Cataratas del Niágara |
El barco se
acerca muchísimo a donde se desploma el agua y cuando miras hacia arriba, casi
que te mareas. Tras tantas emociones, finalmente, la embarcación retrocede en
medio del oleaje, vira en redondo y se aleja para regresar otra vez al punto de
inicio.
Cataratas del Niágara desde Maid of the Mist |
La tarde
estaba cayendo, por lo que, paseando, esperaríamos tranquilamente a que llegara
la noche, mientras las cataratas se iban iluminando poco a poco, la imagen
perfecta antes de irnos a cenar a una hamburguesería situada en Victoria
Avenue, donde la carne de las hamburguesas estaba espectacular, lástima que se
me olvidara apuntar el nombre.
Cataratas del Niágara |
Cataratas del Niágara |
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