20 de Abril de 2007.
En la mayoría de viajes y escapadas que realizo con gente casi siempre me ocupo yo de la planificación y organización de los mismos. Desde el alojamiento hasta los lugares que vamos a visitar, pasando por el tipo de comidas que vamos a hacer o el presupuesto aproximado que nos va a suponer todo lo anterior. Pero en esta ocasión todo se pondría del revés y mi mejor amiga me había preparado un fin de semana sorpresa donde no tenía ni idea de absolutamente nada de lo que me iba a encontrar en los días sucesivos y tengo que reconocer que estaba emocionado con la idea.
Sobre las cinco de la tarde partíamos desde la puerta de mi trabajo hacia un lugar incierto, al menos en lo que a mí se refería. No tenía ni una pequeña noción de si nos dirigiríamos hacia el norte, el sur, el este o el oeste, una sensación extraña pero con la que estaba encantado pues había en el ambiente ese aire de aventura que no vivía desde hacía tiempo.
Pronto tomaríamos la A2, algo que serviría para que mi mente viajera comenzase a activarse y tratara de adivinar hacia qué destino nos dirigíamos, pero todos los intentos por adivinar este serían fallidos. Mientras tanto los kilómetros seguían sucediéndose y pronto desistiría de tratar de conocer hacía donde íbamos, dejándome llevar por completo.
Sobre el kilómetro 150 nos desviamos hacia Medinaceli, poco tiempo después dejaríamos atrás Soria y tras algo más de 300 kilómetros y unas tres horas y media de camino llegábamos a un pueblo de La Rioja de nombre El Rasillo de Cameros del que no había oído hablar en mi vida. El secreto mejor guardado se desvelaba en ese momento por mi amiga. Nos encontrábamos en la Sierra de Cameros, en el Alto Iregua, uno de los rincones más escondidos y a la vez más fascinantes de La Rioja. Una región fronteriza con tierras sorianas, con muchos pueblos dispersos por los valles que dan forma a estas tierras y vigilados por los pliegues más encumbrados de la sierra Cebollera. Un territorio que se antojaba apasionante y del que no tenía ninguna duda que nos iba a brindar muchas sorpresas.
El alojamiento elegido sería Casa Mabe, situado en calle La Mata 17, una preciosa casa rural construida en piedra y ladrillo viejo, con excelentes vistas del embalse de González Lacasa y los bosques de sus alrededores. Dispone de un gran jardín y un asador exterior cubierto. También está muy bien equipada con todo lo que puedas necesitar. Cuenta con buena calefacción y su dueña era un encanto, por lo que no se podía pedir más.
Vistas desde Casa Mabe. El Rasillo de Cameros |
Tras dejar todo organizado y disfrutar un rato de su acogedor y enorme salón nos marcharíamos a descansar y es que mañana tenía por delante una jornada desconocida y fascinante.
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