PATAGONIA SUR - DIA 18. Subida al mirador de Las Torres

8 de Enero de 2018.

Es cierto que hasta este mismo momento no tenía derecho a quejarme pues el tiempo en Torres del Paine había sido generoso conmigo, al llover en momentos puntuales, diluviar cuando tenía que hacerlo sin quitarme de poder hacer este o aquel trayecto y enseñarme las mejores panorámicas con sol o al menos sin que las nubes o la niebla me las fastidiasen. Tan sólo me quedaba, para conseguir llevarme el pleno de los iconos por excelencia del Parque, el poder disfrutar como Dios manda de las vistas extraordinarias que se consiguen desde el mirador de las Torres, pero desgraciadamente a veces no se puede todo en la vida y, como se verá, tendría que conformarme con bastante menos de lo que anhelaba.

Esta ruta no sólo es el final o el principio de los circuitos W y O sino que es una excursión en si misma que puede realizarse en una sola jornada sin necesidad de contar con alojamiento, por lo que es uno de los tramos del parque más frecuentados y que más gente concentra, porque a pesar de la dureza que supone la misma, el esfuerzo es sobradamente recompensando con la visión que se obtiene en primer plano de las fabulosas Torres del Paine siempre, claro está, que el tiempo te permita observarlas.

Como me acabo de referir la ruta no es un camino de rosas y creo que junto con la se atraviesa el paso John Gardner, en la etapa cuarta, son los dos tramos más exigentes que realicé en el Parque. Y es que en el caso que me ocupaba hoy suponía afrontar unos mil metros de desnivel de subida y otros tanto de bajada, además de una distancia de 17 kilómetros cuyo tiempo estimado para llevarse a cabo es de unas seis horas, y todo ello sumado a los siete días que ya llevaba a mis espaldas, por lo que no era poca cosa.

Me levantaba a las 06:30 después de dormir a pierna suelta en mi confortable cama y sin ningún concierto sinfónico por parte de mis compañeros de cuarto, así que estaba contento. Hasta las siete no servían los desayunos por lo que me lo tomaría con calma y sin prisas. Cuando salía al comedor los enormes ventanales me mostraban que el día estaba oscuro y gris y no se veía nada ni del monte Almirante Nieto ni de las Torres, por lo que cierta tristeza me sobrevendría en este momento, pues sabía que el día no me iba a acompañar.

El desayuno fue una pasada con todo tipo de lujos: zumos, tostadas, cereales, huevos revueltos, más que suficiente para empezar con fuerzas el día. Acabado este también cogería la bolsa del almuerzo que me correspondía al tenerla incluida en el precio que ya había pagado meses antes.

Sólo me quedaba ya dejar la enorme mochila en la consigna de recepción y empezar a andar y es que efectivamente hoy era otro de esos días donde iba a caminar liviano y sin peso, lo que me parecía mentira tras tantos momentos con la mochila a cuestas. Mi carga consistía en la bolsa de la comida y una botella de agua, igualito que las jornadas anteriores.

Comenzaba deshaciendo la larga recta que ayer me conducía hasta el refugio, de aproximadamente un kilómetro de distancia, todo para llegar al desvío en el que se cruza el puente colgante desde el que pocos metros después te lleva a las primeras subidas, que prácticamente no dejan de acompañarme hasta más de una hora después.

Hacia el Refugio Chileno

Tengo que reconocer que se me harían eternas, probablemente por el barro y la fina lluvia que no dejaba de caer desde el primer minuto que me puse a la intemperie. Por lo menos y para mi consuelo, cuando paraba para hacer algún descanso, me giraba sobre mis pasos y me deleitaba con las bonitas vistas del lago Nordenskjöld, en la lejanía, y parte del recorrido por el que había transitado ayer.

Lago Nordenskjöld camino hacia el Refugio Chileno

Tras este primer esfuerzo la siguiente imagen que se me ofrecía era mucho más agradable a la vista, teniendo ante mí, el valle del Ascendio, un desfiladero de gran belleza por cuyo fondo transita un río, poblado de vegetación en la zona más cercana al agua, que permite olvidar por unos instantes el esfuerzo realizado y deleitarte con la panorámica de postal. Además esta zona te da la oportunidad de recuperar fuerzas ya que afrontas varias bajadas combinadas con subidas más moderadas, lo cual es de agradecer tras el esfuerzo inicial.

Valle Ascencio  camino al Refugio Chileno

Valle Ascencio  camino al Refugio Chileno

Media hora sería suficiente para empezar a ver cada vez más cerca el campamento y refugio Chileno, al que llegaría tras casi dos horas de caminata. Este es el lugar elegido por muchos senderistas para dividir la etapa en dos jornadas y hacerlo más llevadero, lo cual es una opción de lo más interesante y que yo también valoraría, pero la falta de días al final me hicieron optar por la decisión que estaba llevando a cabo.

Llegando al Refugio Chileno

Refugio Chileno

En este punto de la excursión la lluvia había arreciado, por lo que no dudé en cobijarme en el refugio y comer algo de lo que llevaba de días anteriores. Aquí tendría oportunidad de hablar con varias personas que estaban decidiendo qué hacer, si optar por darse la vuelta o continuar aún a riesgo de las rocas mojadas y de no ver nada. Yo tenía claro que llegado a este punto tenía que llegar a mi objetivo final, por lo que dado que no escampaba me pondría la doble capa de chubasqueros y continué mi camino.

Un puente me permitiría atravesar el río, que transcurría con fuerza al lado del refugio, para inmediatamente después internarme en un tupido bosque de lengas donde se combinaban zonas llanas con tramos en progresiva ascensión, pero caracterizados por la suavidad, que en nada tenían que ver con la dureza de otras partes de la etapa. Sería una pequeña tregua que mis piernas agradecieron bastante, antes de que, tras otra media hora por el bosque, las subidas empezaran a hacerse más intensas y tuviera que volver a incrementar el esfuerzo.

Valle Ascencio llegando al Refugio Chileno

Del Refugio Chileno a la Base de las Torres

Apenas había un alma en el camino, pues con la que estaba cayendo poca gente se había animado con la ruta. En mi caso continuaba avanzando casi por inercia, pero cada vez con más desmotivación, pues no era la manera en la que había soñado concluir mi ruta al macizo Torres del Paine. Estaba triste y jurando en hebreo y cada paso me costaba más, pero en el fondo tenía la esperanza de que ocurriera el milagro y que, con lo cambiante que es el tiempo aquí, de repente, la lluvia cesara, las nubes se apartaran y el día me mostrara lo mejor de sí mismo.

Del Refugio Chileno a la Base de las Torres

Después de algo más de una hora, la vegetación daba paso a una escalera de piedra que indicaba que entraba en la parte final de la ruta, la más dura y exigente en condiciones normales, y con lluvia y el firme resbaladizo más si cabe, así que me lo tomaría con toda la calma del mundo para no tener ningún incidente.

Durante buena parte del camino tendría que hacer frente a chorreras que brotaban de las rocas y algún que otro susto motivado por los resbalones, además de aguantar que tanto los pies como otras parte de mi cuerpo fueran ya empapadas, pero era lo que había.

Del Refugio Chileno a la Base de las Torres

La subida parece que no termina nunca, pues constantemente tienes que ir ayudándote con pies y manos para superar los obstáculos de piedra que se van interponiendo en el sendero. Afortunadamente todo está perfectamente indicado con balizas y marcas de pintura y no hay posibilidad de perderte.

Después de casi hora y media de calvario, conseguía llegar a la dichosa laguna glaciar situada justo debajo de las míticas Torres. No, no estaba ni contento, ni entusiasmado, ni nada que se le pareciera, pues no podía ver nada más, pues todo era un mar de nubes, por lo que mi cara sería un poema, el milagro no había ocurrido y el tiempo parecía empeorar más si cabe.

Mirador Base de las Torres del Paine

Estaba realmente hundido y durante los primeros minutos no paraba de quejarme porque encima no había ningún lugar para poder ponerme a cubierto. Esto es lo que causa la negatividad, que no te deja ver, pero gracias a una japonesa que me adelantaría para dirigirse a unas enormes rocas que formaban una especie de cueva con techo, me permitiría seguirla, ponerme a resguardo, tranquilizarme y empezar a ver las cosas de otra manera.

Estaba siendo un mal día, no cabe duda de ello, pero también es cierto que estaba siendo muy injusto porque no me estaba acordando de la suerte que había tenido al ver despejados el mirador Británico, el valle del Francés, los Cuernos del Paine, los glaciares Dickson y Los Perros y tantos otros lugares mágicos. Así que poco a poco, con más tranquilidad, después de comer y beber algo y de no tener que soportar el agua cayendo sobre mí, fui siendo algo más positivo y comencé a darme cuenta de la suerte que tenía de estar en un lugar tan privilegiado.

Y lo que son las casualidades de la vida, de repente en la lejanía, me pareció ver la cara de alguien que me resultaba familiar, lo que así sería, pues según se iba acercando pude constatar que se trataba de Walter, el italiano que conocí en El Calafate. ¡Pero qué pequeño es el mundo! Le haría señas con la mano y llegaría hasta donde yo estaba. Venía también con cara de circunstancia y desmoralizado, más incluso que yo, y es que me contaría que ayer por la tarde también había llegado hasta aquí obteniendo el mismo resultado que hoy. Así que una faena y por partida doble.

Mientras comíamos los bocadillos, poco a poco, la cortina de agua empezaba a remitir y a ser cada vez más fina, por lo que, por fin, el tiempo daba una tregua. El tiempo seguía transcurriendo y ya habían pasado casi dos horas desde mi llegada. Sobre las 14:00 las nubes empezaban a levantar, mostrando poco a poco la base de las Torres del Paine que hasta este momento, ni siquiera habíamos podido contemplar. Minutos más tarde aparecía la parte intermedia de los inmensos picos graníticos de casi tres mil metros de altura y un poco después los pulidos colmillos se dejaban ver hasta casi su parte más alta, pero siendo celosos de su intimidad en la cumbre, no dejándonos contemplar ese último resquicio que nos faltaba de ellas. No me importaba, pues visto lo visto casi me quedaba sin ver nada, así que por lo menos conseguía recuperar la paz y llevarme en mi retina gran parte de la famosa imagen e intuir el resto.

Mirador Base de las Torres del Paine

Mirador Base de las Torres del Paine

Tenía una sensación extraña, no era de una felicidad desbordante, ni estaba pletórico. Al contrario, tenía cierta nostalgia de todos los momentos vividos en el Parque, cierta tristeza porque sabía que en unas horas debería abandonarlo y volver a la civilización, un nudo en la garganta porque una de las mejores experiencias de mi vida terminaba en muy poco tiempo y era más que probable que no pudiera volver a repetirla, porque si ya es muy complicado hacerlo una vez, es casi imposible dos.

Mirador Base de las Torres del Paine

Mirador Base de las Torres del Paine

Mirador Base de las Torres del Paine

Mirador Base de las Torres del Paine

A las 15:00 empezaba a recoger todos mis bártulos, me despedía de Walter y tras contemplar por últimas vez las Torres del Paine, les daba la espalda y comenzaba el descenso, esta vez sin llover lo que me permitiría ir más deprisa y que no se me hiciera tan pesado como el camino de ida, por lo que a las 18:20 conseguía llegar al edificio donde se encuentran los servicios y la cafetería para el público en general y donde había llegado, por primera vez, hacía ocho días. Allí estaba ya aparcado el autobús (3000 pesos) que me retornaría, de nuevo, a la entrada de Laguna Amarga, donde todo comenzó.  En esta bajaríamos todos los excursionistas y, junto con unas cuantas personas más, esperaría el autobús de la empresa Bus – Sur que llegaría a las 19:15 (11 euros) y cuya entrada es muy importante comprar a la ida para no quedarte sin plaza.

Dejando el Mirador de las Torres del Paine

Torres del Paine desde Refugio Torre Central

A las 21:00 llegaba a la estación de autobuses de Puerto Natales y volvía a tomar un taxi, como ya haría una semana antes, hasta el hostal Morocha. Tras hablar un rato con Pablo y contarle mis aventuras y desventuras, decidiría salir a cenar, eligiendo para ello un restaurante llamado “La Casita Grande” especializado en pizzas al horno y situado en una de las esquinas de la Plaza de Armas. Me pediría una de cuatro quesos que estaba realmente buena, acompañada por una buena cerveza fría, la cual me supo a gloria después de tanto tiempo perdido en los confines del mundo.

De nuevo en el hotel, reorganizaría todo el equipaje y a las 00:30 me metía en la cama, aunque sorprendentemente me costaría dormirme, pues echaba de menos Torres del Paine y no podía dejar de pensar en todo lo vivido.

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