2 de Abril de 2015.
Esta vez el tiempo, que casi siempre había sido mi gran
aliado, se iba a poner en mi contra y me iba a pasar la factura por todos esos
momentos que me había respetado y me había permitido poder disfrutar de lugares
donde no es fácil que haga sol o que no llueva.
Desde hacía unos días toda Alemania y parte de Austria se
encontraban en alerta como consecuencia del paso del ciclón “Niklas”, con
vientos máximos de 150 kilómetros por hora y fuertes tormentas de lluvia y
nieve. Y aunque poco a poco se iba desplazando hacia el Báltico, todavía
quedarían resquicios importantes durante mi estancia en esta zona.
De momento, el perverso huracán ya había conseguido
suspender los servicios de ferrocarriles en algunas ciudades, había arrancado
árboles y causado algunas muertes, lo que hacía temerme lo peor y que en
esta ocasión no pudiera hacer muchos de los planes que llevaba en la cabeza,
después de todo el dinero y tiempo invertido en el viaje. Uno se acostumbra
rápido a lo bueno y cuando le vienen mal dadas, la verdad, que cuesta asumirlo,
pero bueno tampoco hay que ser derrotista de primeras y ya veríamos como se
irían desarrollando los acontecimientos.
El motivo de alojarme en Rosenheim no era otro que, además
del precio, su cercanía al lugar con el que quería comenzar la visita del día,
ni más ni menos que el Palacio de Herrenchiemsee, otra de las suntuosas
construcciones del rey Luis II y que me quedaría sin poder conocer el año
pasado debido a que quedaba bastante a desmano del resto de los castillos de
Baviera.
Pero antes de dirigirme hacia allí, no pude evitar dedicar
algo de tiempo para conocer la ciudad en la que había dormido. El centro
histórico de Rosenheim es bastante pequeño y se recorre fácilmente en menos de
una hora. Lo componen dos grandes plazas, la Max-Josefs-Platz y la Ludwigs-platz,
y dos o tres calles aledañas y poco más. Pero es verdad que tiene un encanto
especial por lo bien cuidadas que tienen las fachadas, las varias fuentes que
adornan varios rincones y sobre todo la imponente presencia de la iglesia de
St. Nikolaus, que domina toda la población con su inconfundible torre con forma
de cebolla. Esta combinada con otra iglesia cercana con la misma
característica, hacen que sean las referencias de esta población.
Iglesia de St.Nikolaus.Rosenheim |
Max-Joseph-Platz. Rosenheim |
Ludwigsplatz. Rosenheim |
Tras el primer paseo matinal, acompañado por nubarrones
negros que dejaban escapar alguna que otra gota sin demasiada transcendencia,
ahora sí, que puse rumbo hacia la localidad de Prien Am Chiemsee, que se
encontraba tan sólo a 20 kilómetros y a menos de media hora de camino. Una vez
en esta me dirigí, sin perder tiempo, hacia el que se conoce como “mar de
Baviera”, es decir, el lago Chiemsee, donde dejaría el coche en un parking de
pago que se encuentra pegado a la masa de agua. (4 euros algo más de tres
horas).
Unos metros más adelante se encuentran las taquillas para
sacar el ticket del barco que te lleva hasta la isla Herreninsel que es donde
se sitúa el Palacio de Herrenchiemsee. (7,60 euros, ida y vuelta). También
desde el embarcadero parten embarcaciones a otros destinos como la isla
Fraueninsel donde se encuentra un monasterio benedictino y una iglesia románica
con la típica cúpula bulbiforme, pero eso ya es para ir con mucho tiempo y ese
no era mi caso.
A las 10.00 zarpaba el barco con menos de la mitad de su
capacidad cubierta, lo que hace imaginar la jornada tan desagradable que hacía.
Y eso que algo lo salvaron un grupo de chavalines con sus profesores que venían
de excursión. También ya les vale el día elegido para ello.
La travesía duró como veinte minutos y nada más bajar y
yendo todo recto te das de bruces con las taquillas para sacar la entrada al
palacio. (8 euros). Como se ve es independiente el ticket del barco de lo que
es la visita al edificio. Ojo también con no comprar la entrada aquí, porque
luego no hay otro sitio donde comprarla, como pasaba con el resto de castillos,
y te puedes pegar un buen paseo en balde.
Cuando compré la entrada eran unos minutos pasados de las
10.20 y la hora de acceso al palacio me la asignaron para las 10.45, por lo que
no te puedes dormir en los laureles y tienes que ir a paso ligero si no quieres
que se te pase el turno, ya que se tarda como de 15 a 20 minutos en llegar
hasta las puertas del palacio. De todas maneras vi que por allí rondaban unos
carruajes que pueden hacer ganar tiempo y esfuerzo a los que no tengan ganas de
caminar.
Yo iría andando y optaría, como es evidente, por el camino
corto que te deja directamente en las puertas de la construcción, dejando para
la vuelta el camino más largo que sale desde el fondo de los jardines.
Al igual que para la visita del resto de castillos y
palacios, el acceso a Herrenchiemsee está perfectamente organizado, con cuatro
tornos, asignando a cada uno de ellos una letra y leyéndose en un pequeño
lector digital cual es al turno que le corresponde el acceso. Las visitas se
hacen en varios idiomas entre los que no se encuentra el español, pero aquí
tendría una grata sorpresa, bueno realmente fueron dos.
El idioma elegido por mi sería el inglés, pues dentro de lo
malo, algo pillo, por lo que a las 10.45 pasadas, una joven guía, me pedía que
pasara mi entrada por el lector y me indicaba que la acompañase. No me lo podía
creer, iba a visitar el Palacio más sólo que la una. Ante este sorpresón, la
diría que mi nivel de inglés no era bueno y que si sería posible alguna audio
guía que nos facilitara a los dos la situación. Dicho y hecho, me dijo que
tranquilo, cogió un mando a distancia y nos encaminamos a la primera sala que
se visita, la gran escalera de los embajadores, una doble escalinata que haría de
recepción a los pocos invitados al Palacio. Aquí apuntaría con el aparato hacia
un punto de la estancia y ¡tachán! Comenzó a sonar en estéreo la narración en
castellano de las características de esta sala como de parte de la historia del
palacio. Estaba entusiasmado.
De esta manera y sala tras sala pude ir conociendo detalles
como que el palacio se construyó tomando como modelo Versalles, pues Luis II
quería rendir homenaje a la monarquía absolutista francesa y en especial a su
admirado Luis XIV de Francia.
Muchas de las salas del palacio no tenían ningún tipo de
función práctica y el arquitecto, tuvo que estudiar el palacio de Versalles e
incluso reconstruir salas que allí ya no existían. Además muchas de ellas son
incluso más ostentosas que las equivalentes a Versalles.
Entre alguna que otra curiosidad destacar, además de por su
espectacularidad, el Dormitorio Real, que siendo la sala más costosa del S.XIX,
Luis II, nunca la utilizaría para dormir, al igual que la impresionante Gran
Galería de los Espejos, siendo diez metros más larga que la de Versalles y no
utilizándose nunca para ningún tipo de evento público durante el reinado de
Luis II. Menos mal que hoy eso se ha mejorado y en verano se convierte en sala
para conciertos de música clásica.
También espectaculares serían habitaciones como el
Dormitorio privado del Rey, con un globo de cristal azul, que le daba este
color a la estancia cuando el rey se retiraba a descansar; el Gabinete de
Porcelana o la Sala Imperial, con decoraciones desbordantes y que te dejan
sorprendido. Más si cabe cuando se conoce que Luis II tan sólo pasó nueve días
en él.
Destacar también, y al igual que Linderhof el ascensor de
poleas que permitía bajar y subir la mesa donde almorzaba y cenaba el rey,
directamente, desde la cocina para que no tuviera que ver a ningún miembro del
servicio. Además aquí luego puedes ver en la planta inferior como estaba
formado el mecanismo, lo que lo hace si cabe más interesante.
Después de haber disfrutado de tantísimas sorpresas en las
estancias del palacio y casi como lo hacía el rey, en solitario (a excepción de
mi guía), todavía sería más consciente del privilegio que había podido
experimentar, cuando para finalizar la visita, ella me comentaría que en verano
se llegan a formar grupos de 50 personas, lo que me dejaría sin palabras.
Tras despedirme, dedicaría todavía un rato a entrar en el
museo del Rey (incluido en la entrada) donde podría ver fotografías históricas,
bustos, trajes de gala originales, muebles de los apartamentos reales destruidos
del Palacio Residencial de Múnich, etc. Además del famoso cuadro del monarca
que sale en multitud de publicaciones.
Cuadro de Luis II.Palacio de Herrenchiemsee |
Tras tanto bombardeo de datos, era el momento de cambiar de
aires y pasear un rato por los jardines del Palacio, compuestos por espectaculares
fuentes como la de La Fortuna, La Fama y la de La Latona, eso sí acompañado de
un viento gélido que se te metía en los huesos, unido a una lluvia
intermitente, que en momentos puntuales parecían agujas lanzadas con saña. Me
las apañaría para hacer algunas fotos, no tantas como me hubiera gustado y me
dirigí a paso ligero, por el ya comentado camino más largo hacia el
embarcadero, para tomar el barco que me llevaría, de nuevo, a la estación de
Prien – Stock. Importante no tirar el ticket porque te lo piden justo en el
momento de bajar a la vuelta, no en el trayecto de ida.
La lluvia cada vez caía con más fuerza y el viento cada vez
era más helador, por lo que sin perder tiempo, me monté en el coche y me puse
en marcha hacia la localidad de Berchtesgaden, donde iluso de mí, tenía
intención de realizar algún que otro plan por la tarde.
De Prien Am Chiemsee a Berchtesgaden me separaban casi 80
kilómetros y una hora de camino, que se convertiría en una hora y media por el
tráfico y las condiciones meteorológicas.
Nada más llegar a esta localidad
alemana, casi fronteriza con Austria, me dirigiría hacia un lugar llamado
Hintereck donde sabía que es el último lugar al que puedes llegar en coche por
tú cuenta para desde aquí acceder en autobús o a pie hasta el famoso
Kehlsteinhaus o “Nido del Águila”, la casa que Martin Bormann, el político
nazi, regalaría a Hitler con motivo de su 50 cumpleaños y que, como no era muy
amigo de las alturas, sólo la utilizaría en contadas ocasiones para impresionar
a sus visitantes tales como Neville Chamberlain, Primer Ministro Británico o
Pierre Laval, colaborador francés.
Tenía muy claro que el autobús que accede hasta este lugar
no entraba en servicio hasta el nueve de mayo, por lo que mi idea era hacer la
ruta a pie, estimando unas tres horas para llevarla a cabo, pero,
desgraciadamente todo quedaría en nada. Nada más tomar la carretera hacia
Hintereck la lluvia que caía con bastante fuerza comenzaba a convertirse en
nieve y ante las pendientes que tenía que subir y el temor de no contarlo,
desistí, di la vuelta en cuanto pude y me dirigí hacia el Königssee, un
pintoresco lago, que cuenta con el honor de ser considerado el situado a mayor
altura de Alemania.
No tardaría mucho en llegar, por supuesto, con la lluvia endemoniada
como acompañante y tras dejar el coche en un inmenso parking donde había cuatro
coches contados, me fui hacia la oficina de turismo para sacar el ticket del
barco eléctrico que atraviesa el lago y que te lleva a puntos de interés tan
interesantes como la capilla de St. Bartholomä con una cúpula en forma de
bulbo; la Eiskapelle, una cueva glaciar o el pequeño pueblo de Salet, desde
donde parte una mini ruta al lago Obersee. Pero cosas de la vida, los barcos
estaban cancelados durante todo el día de hoy como consecuencia del temporal.
También desde aquí se puede tomar un teleférico desde donde
se pueden observar unas vistas increíbles del Königssee y la región, pero sólo
llegaba hasta la mitad al estar cerrada la estación superior y tampoco, ni siquiera
en la intermedia, te garantizaban que se pudiera ver nada como consecuencia de
las nubes.
Así que más cabreado que una mona y con todas las opciones
que traía echadas por tierra, pensé en por lo menos ver la localidad de
Berchtesgaden, que al pasar por la carretera y verla en lo alto, me sedujo por
la buena pinta que tenía. En este momento la lluvia se convertiría en agua
nieve y se antojaba harto difícil el poder caminar medianamente bien. Como ya
ha sucedido en otras ocasiones, eso no hubiera sido impedimento para mi, aunque
hubiera acabado como recién salido de la ducha, pero me podría más la prudencia
al pensar en los kilómetros que me quedaban hasta mi alojamiento de hoy y más
sabiendo que casi la totalidad de ese recorrido era por carreteras de montaña y
la cosa no pintaba nada bien. Así que desistí también de la visita cultural a la
pequeña villa alemana y me puse al volante sin perder tiempo.
Es importante antes de continuar con el relato hacer
referencia al distintivo llamado Vignette que te permite conducir por las
autovías austriacas y que sin él, la multa que te pueden meter es considerable.
Se puede comprar en las mayorías de gasolineras alemanas, cercanas a la
frontera de este país y lo hay de diferentes días de duración. El mínimo son de
diez días, por lo que ese fue el que me tocó comprar. Me costaría 8,70 euros y
hay que colocarlo en la parte superior del cristal delantero, en el lado del
conductor. Conviene no jugársela porque en cuanto pasas la frontera hay algún
que otro coche patrulla esperando para ver si puede darte la receta.
Mi destino final de hoy era el pueblo de Bad Goisern, ya en
Austria, y tenía por delante 78 kilómetros y lo que en principio tendría que
haber sido una hora y quince minutos, al final fueron más de dos horas. Creo
que puedo afirmar que a día de hoy ha sido el trayecto más duro en cuanto a
conducir se refiere. El hecho de no haber circulado nunca bajo las condiciones
adversas de la nieve, hablo de una situación seria y no de cuatro copos mal
caídos, iban a ser determinantes para que el trayecto se me hiciera
interminable y es que poco antes de llevar la mitad del recorrido, la carretera
empezaba a estar formada por agua – nieve y los arcenes, ya cubiertos de blanco
desde hacía mucho tiempo, empezaban a extenderse a toda la calzada.
Afortunadamente las ruedas que llevaba el coche eran invernales y parecía una
trituradora, machacando el elemento blanco, en muchos de los tramos por los que
iba pasando. A todo esto encima había que añadir que en determinados tramos boscosos,
el viento lanzaba al vacío la nieve acumulada en los árboles, pareciendo que,
en más de una ocasión, el coche más que abollado pudiera quedar enterrado bajo
la calzada de la fuerza con la que caían los bloques blancos.
Hay que reconocer que la estampa que tenía ante mis ojos era
alucinante, imposible de olvidar, y que hubiera parado a realizar mil
fotografías, si el miedo no me hubiese tenido atenazado casi todo el recorrido.
Lo único que quería era llegar, pero el manto blanco que cubría localidades
como Abtenau o Gosau, era digno de las mejores fotografías de paisajes
invernales y, mirándolo por el lado bueno, estaba teniendo la suerte de
contemplarlo en vivo y en directo.
El peor momento sería, sin duda, cuando en una de las
localidades mencionadas antes, la totalidad de la carretera se tornaría en una
fina capa de nieve. Los coches que llevaba delante continuaban conduciendo a
una velocidad de unos 40 kilómetros por hora, de media, por lo que, aunque yo
hubiera parado, imité lo mismo que hacían ellos y, efectivamente me saldría
bien la jugada, ya que lo que no se debe hacer nunca con este tipo de
situaciones es quedarte parado, pues luego es muy complicado volver a ponerte
en marcha.
Afortunadamente, la altitud empezaba a ser menor y la
calzada volvía a tener tramos despejados, por lo que a las 18.30 conseguía
llegar a Bad Goisern, eso sí, medio muerto del cansancio y la tensión.
El alojamiento que elegiría aquí sería el Luise
Wehrenfenning Haus, en pleno centro de esta localidad y al lado de su iglesia.
La habitación sería individual y aunque en principio el baño era compartido, me
darían una con baño dentro de la misma, así que tan contento. Estaba todo muy
bien cuidado, tenía su escritorio y pequeños detalles como un montón de
enchufes y repisas en el baño para dejar todo el tema del aseo. Pequeñas
chorradas que al final se agradecen. El desayuno estaba incluido. El precio
sería de 35.30 euros.
El resto de lo que quedaba de tarde me la pasaría
descansando y viendo como nevaba sin parar, una estampa idílica y que no pensé
que podría ver en el recién estrenado mes de Abril y es que en centro Europa el
tiempo es otra historia.
A eso de las 20.30 me marcharía a cenar a una pizzería
cercana llamada Pepone, donde tomaría una pizza grande y una coca cola por 12
euros.
Y así terminaría este día un tanto aciago y con el que había
quedado ciertamente desanimado, pues si esta iba a ser la tónica general del
resto de jornadas, no me iba a permitir hacer casi nada, pero es lo que tiene
no ser adivino y poder prever la situación meteorológica con unos cuantos meses
de antelación.
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